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Los últimos ejidatarios de San Francisco Tlaltenco

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CIUDAD DE MÉXICO. – La cerca de doña Dolores antes separaba su ejido de otro. Ahora, hay un muro de tabiques grises. Dolores Negrete pasea entre la tierra seca, cuidando sus nopaleras y magueyes, en lo que solía ser suelo lacustre. Los sembró hace poco, después de que en octubre del año pasado un tractor de unos desconocidos arrasara con 300 vides y 200 árboles frutales que había plantado en su parcela, fue un mensaje, para dejar la anacrónica actividad de sembrar su parcela.

Ella es una de las pocas personas en este ejido que aún trabaja la tierra y cree que es posible vivir de ella. Desde el 2016, las tierras donde cultiva son objeto de urbanización, a pesar de que por ser ejido, sus tierras solo se deberían dedicar a la conservación o a la producción agrícola. Desde entonces, en las parcelas vecinas empezaron a aparecer casitas grises sin ton ni son.

El presagio de una ciudad perdida

El lugar, vaticinan algunos, está destinado a ser una ciudad perdida más. La nula planeación estopa creando una colonia con calles angostas, de no más de 4 metros, sin banquetas, aún sin pavimentar, que se van dibujando entre un laberinto de blocs de concreto y paredes de cartón. Los lotes de 30 metros cuadrados se venden a 300 mil pesos, con facilidades de pago, principalmente a familias pobres, migrantes de estados como Guerrero o Veracruz que buscan establecerse en la ciudad. Un negocio millonario si se considera que el ejido mide cerca de 2 mil hectáreas.

En 2016 hubo un desalojo policial que expulsó a la mayoría de quienes habían comprado un lote, pero su ausencia fue corta. Después de 2019, con la pandemia de covid, la venta de casas y lotes se esparció tan rápido como ese virus. Hoy, en las esquinas se empiezan a ver letreros con los nombres de las calles, como Bugambilia o Eucalipto, aunque estas aún no existan en ningún mapa.

«Ahora no pasas a la parcela, no puedes entrar», dice Dolores, que tiene que pasar cercas, vallas y cercados para llegar a su ejido. Entrar al terreno con una pipa de agua para el riego de la parcela es casi imposible, por las calles estrechas, llenas de montículos de arena y grava para construcción que zanjan el camino.

«Hay ejidatarios muy corruptos», admite.

«Hemos tenido que enfrentan amenazas. Hace como tres semanas fuimos a sembrar y nos salieron seis tipos tatuados. ¡Quién te dio permiso de pasar! Nos dijo. Son los mismos que unos meses atrás nos tiraron la cerca. Ya los habíamos ido a ver, para decirles que por qué estaban lotificando sobre la servidumbre de paso, pero nos dijeron que ellos no eran los que estaban vendiendo, pero sabemos que son ellos».

Durante estos meses, la parcela ha sido objeto de invasiones y la misma Dolores ha tenido que pasar noches y días enteros en ella para defenderla, lo que le ha ganado hasta amenazas de muerte.

«Hemos mandado escritos al presidente, a la jefa de gobierno, hemos ido a denunciar a la Fiscalía, pero nada más nos batean, nos envían a diferentes instancias gubernamentales y acabamos con los mismos que están invadiendo. ¡Y pues obvio! Nada más nos ventilan, nos ignoran y no hacen nada», asegura.

Autoridades corruptas con visión de «desarrollo»
El esquema que enfrenta Dolores se ha repetido por las pujantes orillas de la ciudad desde hace años, empujando su crecimiento. Autoridades ejidales o comunales, según sea el caso, se coluden con los gobiernos de las alcaldías. Unos venden tierra con la promesa de legalidad y certeza, aunque esto no siempre se cumple, mientras que los políticos locales aprovechan el botín político que recogen con promesas de servicios y regularización en estos predios irregulares.

En este caso, las organizaciones civiles que apadrinan a esta colonia incluyen al Frente Popular Tierra y Libertad, a un grupo de taxistas conocido como Panteras Negras y a la Organización Nacional por la Transformación. Aunque quienes venden y coordinan la construcción del barrio nunca se identifican con estas organizaciones y a menudo, cargan armas.

Hoy, las tierras del ejido lucen secas, cuando hasta hace unos 59 años aún eran fértiles zonas lacustres a las que llegaba el comercio a través de canales y chalupas, que vivía de su producción agrícola, pero poco a poco la promesa de urbanización y progreso, reforzada con la llegada de la Línea 12 del metro sepultaron en concreto ese pasado.

«Hoy siento que soy la única que piensa esto, que defiende la tierra, estoy sola y aislada», concluye Dolores, a quien cada vez le es más difícil hacer que su parcela produzca.

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