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La penúltima cerveza de Óscar

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Pie de Página

BAJA CALIFORNIA. -“¿Y las carnitas y la caguama?”, gritaba Óscar Eyraud Adams con los brazos abiertos cuando se asomaba a recibir a sus visitas. A su madre se le dibuja la misma sonrisa que siempre le sacaban aquellas bienvenidas, la broma sobre si le habían traído un taco y una cerveza de a litro. Pero, su hijo ya no sale a abrazarla. Lo acribillaron el 24 de septiembre del 2020.

Óscar vivía sólo en un cobertizo muy a las afueras de Tecate, ciudad fronteriza a una hora de Tijuana. Su auto está volteado y despiezado a un costado del camino de terracería que lleva hasta la remota vivienda. En la cerca de alambre que había decorado con plantas nativas, apenas sobrevive un cactus. De la fachada salmón que solía tener repleta de carteles revolucionarios con imágenes de Emiliano Zapata o Pancho Villa, ahora sólo cuelga un lagarto de barro. Norma acaricia la figurita como si fuese el rostro de su hijo.

—Nunca lo vi enojado, con su humor me daba la felicidad. Separaba mucho los espacios: si hablaba de trabajo, era serio; si estaba con amigos, era el más carrillero —evoca la mujer de sesenta años, que prefiere omitir su apellido por temor de que puedan tomar represalias contra ella.

En los veinte metros cuadrados de morada sólo quedan los resortes de las dos camas que tenía para hospedar a cualquiera que llegase, las piedras de una cocina a leña y una carcomida cajonera donde guardaba algunos libros de Eduardo Galeano, su autor de cabecera. Óscar se dedicaba al cuidado del rancho familiar y a la defensa del territorio y el agua.

El joven kumiai nació en los campos de Juntas de Nejí. A los dos años su familia se mudó a Tijuana y luego a Tecate. A menudo se escapaba de casa para asistir a la telesecundaria. Era el mayor y el más inteligente de seis hermanos, a quienes siempre insistió en que estudiaran, como hizo él, ingeniero agrónomo. Su padre murió cuando era pequeño y casi todo lo aprendió de su abuelo. Regresó a su humildísimo poblado hace una década para poner en práctica todos esos conocimientos y gozar de la tranquilidad de tener los vecinos más próximos a varios kilómetros.

—No se creían que era de rancho, porque era muy güero (blanco) y alto, como si los campesinos sólo tuviesen que ser morenos —asevera Norma.

“Yo no soy de Nejí, Nejí es mío”, acostumbraba a decir para enfatizar que llevaba a su comunidad en las venas. “Yo soy indio y a mí nadie me va a quitar eso”, proseguía con orgullo. Esa misma determinación lo impulsó a cultivar en medio del semidesierto un vergel de nopal, calabaza y frutales, para consumo propio y vender el sobrante. Aún así, siempre iba justo de dinero y por eso decidió cuadruplicar la plantación a dos hectáreas. Pero, el agua no le alcanzó.

Detrás de su casa hay un ojo de agua y dos pozos que los hermanos cavaron en busca de un recurso a cada vez mayor profundidad. Óscar presentó una solicitud de autorización para perforar otro pozo más hondo. Su sentencia de muerte. A raíz del trámite de la concesión, que le estaban negando, averiguó quién poseía y utilizaba el agua de su comunidad.

“Todo esto desapareció (un sembrado de verduras) por falta de agua, porque no tenemos suficiente agua. No tenemos un permiso para la extracción. Quisiéramos que se nos considerara antes que a las grandes empresas consumidoras de agua”, reclamó Óscar un mes antes de su asesinato en una entrevista al diario Reforma, que en su nota informativa señalaba a la compañía cervecera Heineken como la causante de la escasez de agua en la zona.

La transnacional holandesa dispone de un abasto anual de 1.892.160 metros cúbicos de agua mediante trece pozos, de los que once ya están abatidos. Ese volumen es casi el mismo que reciben los 100.000 habitantes de Tecate, atizada por constantes apuros de suministro.

“Esos títulos (de agua) deberían ser para la comunidad indígena antes que para las empresas y las personas que tienen el poder adquisitivo sólo por tenerlas y ni las usan (…) Eso pone en peligro la cultura, a esta comunidad”, reprochaba el activista, que aquella soleada mañana del 12 de agosto cambió su inconfundible sombrero de Panamá por una gorra.

Su madre camina los 200 metros desde la casa hasta el punto donde grabó el video-denuncia. Adelgazó veinte kilos desde la pérdida de su hijo mayor. También le salieron más canas, arrugas y sus labios se arquearon en una expresión de permanente tristeza que ni el abundante delineador de ojos logra maquillar. Entre los matojos y las clapas de césped que han brotado por unas recientes lluvias serpentean numerosos pedazos de las mangueras que Óscar había colocado minuciosamente para el riego.

—Hace siete años empezó a escasear fuerte el agua. Ahora agarramos bien poquita, en el transcurso del día unos 200 litros (lo que se gasta en diez minutos de ducha) —indica Norma—. Sin agua se seca toda la cosecha, se pierde todo el esfuerzo que uno hace por vivir mejor.

En el prado donde el activista hizo su última aparición pública hay varios carriles de ladrillos cubiertos de malas hierbas que se utilizaban para sembrar jojoba, una planta que produce cera líquida y que generaba buenos ingresos. La comunidad se sostuvo del proyecto hasta que a comienzos de milenio tuvieron que abandonarlo por la carencia de agua. Enfrente se ubica el velatorio, una barraca de concreto y techo laminado, sin ventanas ni puertas. A Óscar, sin embargo, ni siquiera pudieron velarlo. Su cuerpo pasó una semana en la morgue para supuestamente hallar pistas del asesinato, aunque todavía no ha habido ningún avance. Uno de esos días Norma entró enfurecida a la fiscalía y le gritó a uno de los agentes que le prestase su pistola y su placa para investigar ella misma los hechos. Sus hijos desistieron de celebrar un funeral para evitar que a su madre, diabética, se le disparase el azúcar.

—Lo mataron por su lucha por la autodeterminación y por el agua, porque a mucha gente no le convenía su trabajo. Lo mandaron a eliminar cuando empezaba a pisarle los talones a los poderosos de la región, cuando tal vez ya tenía la batalla ganada —señala su madre sobre los autores intelectuales.

Esa tarde de jueves, dos camionetas con vidrios polarizados se pararon frente a la casa donde vivía por temporadas con su tío, en el centro de Tecate, a un par de calles del ayuntamiento. Cuatro hombres irrumpieron con armas de calibres diversos y vaciaron sus cargadores. Cuando su tío escuchó la ráfaga, pensó que Óscar estaba en el supermercado, pero, al salir del baño, encontró su cuerpo tirado en el traspatio con trece casquillos alrededor. Los sicarios se llevaron su celular, su cartera y la libreta con todos sus apuntes. El ambientalista siempre cargaba los documentos en papel, porque pensaba que en el computador era menos fiable.

A finales de 2017, la directiva de Cuauhtémoc Moctezuma, el grupo que Heineken había adquirido siete años antes, comunicó su propósito de incrementar el 15% su producción en Tecate, aunque en el registro público del agua (Repda) no aparece ningún aumento del límite autorizado por el gobierno federal. Durante una visita del entonces gobernador de Baja California, Jaime Bonilla, la cervecera anunció una inversión de 180 millones de dólares en la planta. No había pasado ni un mes de la muerte de Óscar.

—No imaginamos que su activismo era peligroso. Esta gente hace lo que quiere, tiene abogados para todo, no había necesidad de quitárselo del medio de esa forma —afirma su madre.

El desenlace desconcertó tanto a la familia como a los colegas de lucha. Su tío José Enrique aún no ha digerido que aquel cadáver boca abajo era su sobrino preferido y mejor amigo. En el comedor tiene un retrato de él y un cuadro con los mandamientos indios del jefe Gerónimo, el apache que combatió en la frontera a los ejércitos de México y Estados Unidos durante el siglo XIX. No le salen las palabras.

En la cultura kumiai se celebra otro ritual un año después de la muerte de alguien. Norma montó un colorido altar con el retrato de su hijo junto a algunos de los gustos que más disfrutaba: unos cigarrillos y una lata de Tecate, la segunda mayor marca de cerveza propiedad de Heineken que adoptó el nombre de la localidad donde se instaló en los años cuarenta. Sus allegados cantaron y bailaron alrededor de la tumba durante doce horas, el tiempo que tarda el alma del difunto en recorrer los pasos que dio en vida y guardarlos en tres cajas que luego se queman. El centenar de personas que acudieron al culto, en el que sólo pueden participar kumiais, esperaron hasta la medianoche para unirse a la familia y mostrarles su apoyo.

—Él era un líder para la comunidad. Se acercaban a él para que los ayudara a pedir programas sociales. Siempre buscaban su consejo y él los guiaba —explica su madre sobre la multitud que se congregó para darle el adiós definitivo.

Era una noche especialmente estrellada, repite Norma, en un paisaje tan prístino que hasta dicen ver astros fugaces a plena luz del día. No volvían al rancho desde entonces, un poco por miedo, por aflicción y por no contar con una camioneta adecuada para hacer los veinte kilómetros del abrupto sendero que conecta la carretera principal con Juntas de Nejí, uno de los tres poblados kumiai. No queda ni rastro de los sembradíos y el agua de los pozos se ha empantanado. Ninguno de los hermanos se ha atrevido a retomar la labor ni la lucha de Óscar.


Óscar, de 34 años, se interesó por los movimientos sociales a través de su tía, Yolanda Meza Calles, que vive unos kilómetros adelante. En los tablones de la pared trasera se lee la pintada ‘Rancho Meskuich’, su apellido en lengua originaria; una declaración de intenciones. La corpulenta indígena de tez cobriza, densa melena canosa, jeans y chaqueta de cuadros, es una de las pocas —si no la única— defensoras de la etnia kumiai.

—Cuando llueve, cae más agua dentro que afuera —protesta nada más entrar.

El latón sobre nuestras cabezas es uno más de la larga lista de problemas que sufre la comunidad. Sus alumnos del Centro Cultural de Tijuana, donde es profesora de kumiai desde hace siete años, acaban de organizar una colecta para tapar los agujeros. La modesta huerta de ajos en su patio no le da lo suficiente para contratar internet, así que cada dos sábados va a Tijuana a impartir su clase. Los estudiantes se turnan para recogerla el viernes y regresarla el domingo. Entre semana lleva a sus nietos al colegio en Santa Verónica, a doce kilómetros de trocha, y se espera todo el día a que salgan, porque no puede pagar la gasolina para ir y volver tantas veces.

La mayor resistencia de Yolanda es permanecer. En Juntas de Nejí actualmente sólo habita una docena del medio centenar de familias que había hace un par de décadas. Casi todas se fueron por la falta de empleo, la imposibilidad de vivir del campo por lo de siempre, la falta de agua. En varias casuchas de alrededor viven seis de sus hijos y catorce nietos: la mitad de la comunidad.

—Dicen que los kumiai ya estamos extinguidos, pero, aquí seguimos. Yo trato de rescatarnos. Les enseño a los pequeños que tienen una lengua y un territorio que conservar —asegura, calculando por la asistencia a las asambleas que deben subsistir unas 200 personas de la etnia.

Bajo su porche se amontonan varios pupitres destartalados y algunos juguetes. La fachada azul de madera está llena de dibujos y mensajes esperanzadores. Es el aula improvisada donde Yolanda reúne cada mes de julio a una veintena de sus nietos repartidos en distintas ciudades; un campamento de verano de un par de semanas —o el tiempo que sus ahorros alcancen a alimentarlos— para que los niños no olviden una identidad que en las escuelas convencionales ni siquiera les nombran. La pandemia ha favorecido que puedan quedarse periodos más dilatados.

—Tienen que aprender que esta tierra es suya y que pueden vivir aquí, porque si nadie vive aquí, seguro que hay invasiones. Si ya estando nosotros, siempre hemos tenido invasores —lamenta.

Los kumiais eran cazadores y recolectores nómadas que se movían por el norte de la península de Baja California en busca de piñones, pescado, sombra y alguno de los pocos riachuelos. Por esto último, las familias se asentaron en puntos muy dispersos, lo que facilitó el expolio de tres cuartas partes de sus 19.000 hectáreas originales. En el último lustro se han recrudecido las riñas con los terratenientes que se apropiaron de un territorio que usan de corral: sueltan al ganado para comerse el pasto, acabar con los recursos de la comunidad, y se lo llevan una vez engordado.


Por la vasta estepa del noroeste mexicano cabalgan libremente manadas de caballos. Los kumiai nunca los han capturado, porque entienden que son parte de la naturaleza. Los hacendados, en cambio, agarran a los mesteños (animales sin dueño conocido), les clavan herraduras, los marcan a fuego, los amansan y los explotan. Cuando los caballos se escapan de sus establos, siempre regresan a las tierras kumiais donde nacieron.

A la hermana de Yolanda, Aurora Meza, se le aglomeraron en el rancho muchos de esos equinos que, habiendo perdido el instinto salvaje, tumbaban la cerca, se tomaban la escasa agua, la ensuciaban y se comían su cosecha. El nuevo dueño de los caballos, Rubén Martínez Pérez, ignoró los reclamos repetidos de la mujer que un día, harta de la situación, tomó los caballos, y los vendió todos en la ciudad.

El ganadero y abogado la acusó de abigeato y la encarcelaron durante tres meses. Para Yolanda la detención tuvo que ver más con su ímpetu en constatar la invasión de terrenos. Además, había creado Abuelas, un grupo para promover la conservación de la cultura kumiai. Por su parte, Óscar se sumó enérgico a la batalla de su tía por liberar a su otra tía.

—Mi sobrino fue uno de los pocos que me respaldó. El resto de la comunidad nos dejó de lado, nos atacó y hasta me amenazaron para que dejase de convocar protestas o incluso de exigir mi derecho a un traductor. No sé si por miedo a represalias o porque los invasores les compraron, pero desde entonces me desligué completamente —cuenta.

La familia de Aurora padeció un enorme desgaste físico, económico y emocional, desde para encontrar transporte al visitarla, pagar a las madrotas que mandan en el reclusorio, sobornar a policías hasta para lidiar con la discrminación de sus vecinos. Finalmente, la soltaron por falta de pruebas el 10 de marzo de 2015.

Su estancia en prisión, sin embargo, fue lo suficientemente larga y pesada para agravarle la diabetes y fallecer al año y medio por complicaciones derivadas de una úlcera gástrica perforada y pancreatitis aguda. Tenía 54 años y era el pilar de una amplia familia. La dolorosa muerte de su madre hundió al menor de los ocho hijos en una depresión que lo orilló a las drogas y a los pocos meses murió de sobredosis.

—¿Tienen miedo de vivir aquí, tan aislados? —le pregunto.

—¿Quién va a tener miedo, si ya no hay gente? Como todo, si no molestas a nadie, no hay nada que temer.

La fuerte ventisca sacude las hojas metálicas del tejado y el estruendo nos sobresalta. Los ladridos de sus perros y el motor de algún vehículo son los únicos ruidos que quiebran el silencio. Yolanda escucha a diario las camionetas de narcotraficantes, a menudo en convoy, que pasan frente a su casa por el camino que conduce a Mexicali, Tecate y Ensenada, puntos clave de la ruta del contrabando hacia Estados Unidos.

—Nunca vemos si van armados o si llevan droga, porque los tapan los árboles. Tampoco nos fijamos demasiado. Cuando nos los cruzamos, los saludamos sin más. No se meten con nosotros, nunca han representado un peligro. Le tengo más pánico a la Guardia Nacional (GN) que al crimen —reconoce la mujer de 53 años.

En la carretera federal a la altura de Valle de las Palmas, a treinta kilómetros de Tecate, se instaló desde el inicio del gobierno de López Obrador un retén permanente del ejército con una decena de marines armados hasta los dientes y varios todoterrenos tácticos blindados. De vuelta, el escuadrón de camuflaje terrizo se ha replegado en la escuela primaria que usan de cuartel.

Desde hace un par de años la GN también realiza cateos una o dos veces al mes. Pese a que Yolanda les repite que no guardan armas, que no trabajan para ningún cártel y que no han presenciado ningún acto delictivo, los militares siempre rompen el candado de la vivienda, la ponen patas arriba para registrarla y esculcan su auto y sus bolsas. Hasta ahora no han cometido ningún abuso notable contra su familia, pero a la defensora le aterra que le hagan algo a sus hijos.

—Si salgo y veo que viene un carro de soldados, me devuelvo para que mis hijos no estén solos cuando entren. No hay motivos para llevárselos, pero en este país uno ya no sabe —considera.

—¡Yo no tengo miedo a nadie! —salta el menor de sus hijos, de doce años, pero que aparenta muchos más, y que su madre manda a callar de un codazo.

Los kumiais son el mayor grupo originario que, junto con los cucapá, los kiliwa y los paipai, conforman la familia yumana, titulados en algunas crónicas como “los indios más olvidados de México”. Cuando los primeros invasores, los misioneros, arribaron a este llano árido y rocoso, creyeron que era un isla estéril y simplemente lo anexaron a la Nueva España por su valiosa ubicación. Bautizaron el enclave como “la tierra de las guerras vivas” por la bravura de sus indoamericanos.

Los conquistadores pensaron que resultaba imposible vivir en aquellas extremas condiciones. Las mil 500 pinturas rupestres localizadas por toda la península demuestran lo contrario. Donde los colonos observaban tan sólo un pedrusco, los indígenas veían una persona sabia que quedó petrificada después del fin del mundo. Durante 12 mil años, los kumiai dejaron su huella en las cuevas y peñascos de la meseta que se extiende por ambos lados de la frontera.

La nación se fisuró cuando México cedió un trozo de su territorio a Estados Unidos en el siglo XIX y terminó de fraccionarse en 2001 tras el atentado a las Torres Gemelas, por el que Washington blindó sus límites y levantó kilómetros de muro. Los kumiai quedaron separados en dos países y dos realidades muy distintas: unos protegidos dentro de una reserva y otros abandonados y saqueados.

—Aunque estábamos alejados, antes siempre nos juntábamos todo el pueblo cuando había algún evento —recuerda la defensora.

Su cordón umbilical está enterrado en un lugar aún más recóndito de la sierra de Juárez, del que la familia se desplazó a sus cinco años por estar demasiado incomunicados. Yolanda y sus tres hermanos mayores se sentaban alrededor de una fogata a escuchar las historias de su madre, que sólo podía contar por la noche, ya que hacerlo de día era de mal agüero.

A los niños nunca les hablaban de los problemas domésticos para evitar preocuparlos y mantener su mente limpia para un buen desarrollo. Yolanda se arrepiente de haberse perdido esas conversaciones, porque ahora desconoce muchas de las tradiciones; por ejemplo, cuando sus antepasados subían a los enfermos al cerro para su curación con plantas medicinales. Una de las montañas sagradas es el Cuchumá, el sitio donde se refugió un destacado guerrero cuando la tierra se inundó y cuya imagen empleó la cerveza Tecate como fondo de su logotipo.

Kumiai significa ‘gente que enfrenta el agua en los acantilados’, aunque los principales accidentes que ha tenido que superar la etnia se los pusieron los blancos. Yolanda se vio obligada a suprimir los apellidos de su clan para obtener el acta de nacimiento. Cambió el ‘Meskuich’ por ‘Meza’ y el ‘Kuijas’ por ‘Calles’. Los despojaron hasta de sus nombres.

Uno de los proyectos que Óscar dejó pendiente era la construcción de una escuela para educar a las nuevas generaciones en la cultura kumiai. Su madre tuvo que marcharse de su apacible cañada hace treinta años para que sus hijos pudieran estudiar la Primaria. Todavía hoy trabaja en una maquila por un salario mínimo, como la mayoría de los kumiais y de la población en la frontera noroeste.

Yolanda, en cambio, escogió el camino de la lucha social. Se adhirió al Consejo Nacional Indígena (CNI) en 2012, cuando el movimiento convocó una reunión en Juntas de Nejí para hacer frente a la oleada de torturas, secuestros y abusos por parte del ejército, con el objetivo de expulsarlos de sus tierras para permitir la entrada de grandes productores de vino seducidos por el boom del Napa Valley mexicano. En el Valle de Guadalupe, 18 vitivinicultores poseen la mitad del recurso hídrico, lo que ha intensificado las disputas por el agua. Los kumiais desposeídos terminaron trabajando como jornaleros en su propia tierra. El CNI nunca más volvió a aparecer. Yolanda critica que la organización está muy activa de Jalisco hacia abajo y descuida el norte del país. La zapatista militante y convencida, no obstante, siempre ha preferido mantener un perfil bajo.

—Soy como el Kuciay. Me escondo para que no me molesten los extraños —se jacta la defensora.

Kuciay evoca a la sabiduría, en este caso, del agua, que, como todos los elementos, tiene vida. Se trata de una especie de divinidad que sólo la encuentran los indígenas, pero desaparece ante los foráneos: el agua sólo existe para el uso de los kumiais.

Los vecinos de Yolanda le reprenden que es peligroso hablar sobre Óscar. Cuando concedió la entrevista a Reforma, el activista pasó con los reporteros a saludarla. Su tía le aconsejó entonces que no se hiciese notar tanto ni diese tantas declaraciones sobre los daños de la cervecera.

—Tenía miedo por él, pero me dijo que él ya había perdido miedo. Quizá debería haberle insistido más —se apena.

Para la despedida definitiva de Óscar, al año de su muerte, ella se encargó de preparar el fermentado de miel y los atoles de avellanas, así como de oficiar una ceremonia en la que sólo se puede cantar en la lengua originaria. Yolanda es una de la docena de personas que aún sabe hablar kumiai.

—¿Hoy, le volverías a recomendar que evitase dar esa entrevista?

—Sí. No ha mejorado nada la situación.

Tijuana: La frontera maldita
TIJUANA.- El costo de la gasolina adicional por transportar ochenta litros no sería demasiado elevado para un trayecto corto, pero desde el trabajo de José Frausto en el centro de Tijuana hasta su casa se tarda más de una hora. A la periferia de la periferia de la metrópoli fronteriza no llega el agua y diariamente debe cargar cuatro garrafones que su jefe le permite llenar en el taller donde es mecánico.

El flaco hombre de bigote radica en el Ejido Lázaro Cárdenas, pasados los grises suburbios, en medio de una campiña que parece ajena al municipio más poblado de México. Su vivienda está rodeada de escombros, un coche escacharrado, sofás ajados y chatarra. Comparte los cuarenta metros cuadrados con sus dos hijos desde que hace un par de años su esposa se fuese con otro. Cada media hora pasa un camión cisterna con agua y un megáfono a todo volumen que grita “Agua de la buena, llenado barato. Agua, Agua sana”.

—Cuando estaba mi señora, los de las pipas siempre venían a rellenar el tinaco. Pero, yo los llamo y no me hacen caso. Ya nos cansamos de seguirlos —refunfuña el hombre de 59 años—. Además, ahora te cobran todo el tambo, aunque esté por la mitad. A mí me va de cuarenta pesos (un euro y medio).

La escasez de agua forzó en 2019 al gobierno de Baja California a aplicar cortes de suministro y tandeos a los cerca de dos millones de habitantes. La medida debía durar un par de meses, pero se ha alargado más de dos años. El desabasto se ha acentuado por la pérdida de un tercio del agua traída del río Colorado debido a fugas y a su robo. Agua hay, enfatizan los expertos, pero falla su distribución; como muestra, la ciudad espejo de San Diego, donde con un acceso hídrico similar, nunca escasea. Y ninguna de las administraciones de turno está interesada en sufragar la millonaria inversión necesaria para reparar una infraestructura que no se ve y que, por lo tanto, no da votos.

José ha enfrentado el desafío desde que llegó a la ciudad en 2004. Su hermana le recomendó comprar una parcelita a las afueras, porque los alquileres estaban muy caros. Pese a los inconvenientes, el hombre se siente satisfecho por haber liquidado la hipoteca de la casa y ser dueño de su pedazo de terreno. En la entrada plantó tres palmeras, en honor a su pueblo de origen en Guanajuato, llamado Granja las Palmas, como también hicieran por nostalgia el resto de sus hermanos.

Los veinte kilómetros de autopista y senda hasta el arrabal de José atraviesan un sinfín de condominios de adosados simétricos, de obras y de tractores que allanan solares baldíos. Tijuana crece de una a tres hectáreas por día. La guerra comercial del expresidente Trump contra China, prorrogada por Joe Biden, ha hecho que numerosas empresas del gigante asiático se trasladen a la frontera mexicana para sortear los aranceles. Así, la megalópolis ha alcanzado la panacea del pleno empleo a costa de destruir el entorno. La tremenda expansión urbana ha producido un déficit del 50% en el abastecimiento de agua. El servicio está garantizado tan sólo hasta 2025, aunque la falta de agua no parece ser la mayor preocupación en la urbe más homicida del mundo en 2018 y 2019, y entre las cinco más letales en el último lustro con siete asesinatos al día.

La agricultura recibe el 85% de la única fuente permanente, el río Colorado. Algunos productores del valle han dejado de sembrar, porque les resulta más rentable dedicarse a vender el agua que tienen concesionada, según me cuentan algunos investigadores. “La falta de agua podría ser el próximo conflicto entre los habitantes de la región debido a que atenta contra la salud y bienestar”, avisó el subsecretario de Desarrollo Sustentable del estado en junio de 2021.

Hay mucho dinero en el agua. Eso lo sabía Bonilla cuando asumió el mando de Baja California en 2019, porque había sido director del Distrito de Agua de Otay, en la localidad estadounidense de Chula Vista. Durante su década de gerencia, promovió una planta desalinizadora para, en teoría, resolver la necesidad de agua en Tijuana, pero que planeaba producir un excedente destinado al sur de California, según desvelaron documentos oficiales sobre los arreglos que propuso a algunos legisladores en Washington.

El gobernador lanzó de inmediato una cruzada contra la usurpación de agua por parte de fábricas y la corrupción al interior del organismo de gestión hídrica. “Llegaba el inspector y se ponía de acuerdo (con empresarios) para registrar el consumo mínimo”, dijo en su primera reunión.

El nuevo director de la Comisión Estatal de Servicios Públicos de Tijuana (CESPT), Rigoberto Laborín, fue más allá y señaló la existencia de un “cártel del agua”, en referencia a la banda de empleados del organismo que recién encabezaba y que habían colaborado en el “agua-huachicoleo”, la sustracción ilícita a manos de cuantiosas industrias, entre las que destacó a la automotriz Hyundai.

Dos días después, Bonilla contrató a Fisamex para realizar auditorías a tres millares de empresas de las que cobró adeudos por más de 1.800 millones de pesos (unos 80 millones de euros). También abrió investigaciones contra 138 funcionarios involucrados en la entrega de contratos irregulares, abuso de autoridad, cohecho y sobornos.

Las inspecciones, sin embargo, se llevaron a cabo bajo métodos radicales como amenazas de cortarles el agua si no pagaban o incluso tapándoles el drenaje. Hay dos denuncias penales por esas prácticas y centenares de las compañías auditadas han interpuesto amparos que podrían costar al estado más de lo ingresado. Además, el mismo gobernador hacía público en sus conferencias mañaneras los nombres de los supuestos morosos.

En medio de la vorágine fiscalizadora y el show mediático, el propietario de Fisamex, Manuel García Soto, sufrió un intento de atentado el 7 de diciembre de 2020. Tanto él como su chófer sobrevivieron a la balacera contra la camioneta en la que circulaban. García Soto mencionó de manera extraoficial a tres empresarios sospechosos de haber ordenado el ataque por venganza. El directivo abandonó la ciudad como medida de seguridad.

A un mes de entregar su cargo, en octubre de 2021, Bonilla dejó de facilitar información sobre los organismos operadores del agua al gobierno entrante, tal y como denunció su sucesora. Esto, dos días antes de la publicación de un reportaje titulado Fisamex y Orca, las empresas que lucraron con la sequía de Baja California. La investigación revela que tan sólo el 20% de la recaudación se invirtió en mejorar la distribución de agua, mientras que Fisamex y Orca Energy —el proveedor de energía eléctrica para el bombeo del agua— se embolsaron el triple de dinero a través de presupuestos inflados. En definitiva, el gobierno de Bonilla gastó más en auditorías que en obras para solucionar la escasez de agua.

José Frausto no se había enterado de nada de eso. Se dedica todo el tiempo a trabajar, como dice, y sólo llega a casa para dormir. Por eso, tampoco conoce a tantos nuevos vecinos, razón por la cual su barriada no ha podido unirse para pelear sus derechos.

—Hay un ojo de agua a cinco kilómetros, muy cerquita, muy fácil de traer el agua —apunta—. Nosotros tenemos la culpa de no organizarnos, pero necesitamos un líder que nos apoye para presionar al gobierno, si no, así vamos a estar siempre.


Desde joven León Fierro se implicó en toda clase de causas sociales, pero nunca imaginó que lo haría por el agua y mucho menos que lo encarcelarían por ello. A finales de 2016, el Congreso de Baja California aprobó la Ley del Agua con la finalidad de privatizar el recurso a la población y entregarlo a las empresas. Era la alfombra para el emplazamiento de una fábrica cervecera del tamaño de 200 campos de fútbol, una de las más grandes del mundo.

Los planes para acoger a Constellation Brands se cuajaron desde 2014. Los 130 metros cúbicos anuales disponibles en Mexicali a duras penas cubren el consumo humano y se pretendía otorgar el 44 % a la multinacional, como alertó el encargado del agua en el municipio ante las presiones del gobernador panista Francisco Vega de la Madrid, quien se quitó de en medio al funcionario para firmar un acuerdo con la corporación estadounidense.

León se sumó a la resistencia civil desde las primeras marchas de 2017, de las que surgió el colectivo Mexicali Resiste. Ese año fue detenido en varias protestas y soltado a las pocas horas, hasta que lo encerraron durante tres semanas. En unos altercados de los que trató de zafarse con su auto, la policía estatal lo acusó de querer atropellar a los antidisturbios. Cuatro meses más tarde, la mañana del 3 de mayo de 2018, varios agentes de paisano simularon que se les averiaba el vehículo frente a la casa del joven ingeniero electrónico y, cuando salió a ayudarlos, lo aprehendieron por tentativa de homicidio. La jueza lo calificó como “una persona peligrosa para la sociedad” y extendió la prisión preventiva. La intensa presión del movimiento, sumado a la falta de pruebas, sirvió para que lo liberasen a los veinte días. El activista tan sólo tuvo que pagar 1 mil 889 pesos (unos 82 euros) por los rasguños a uno de los uniformados.

“Nos fortalece, vamos a seguir en la defensa del agua, que es una lucha urgente, no sólo aquí en Mexicali, sino en todo el país”, clamó a las puertas de la prisión, fundido en un abrazo con su madre, sus hijos y acompañado por decenas de compañeros. Mexicali Resiste se volvió en seguida en referente de la lucha por el agua a nivel nacional. León no fue el primero ni el último ambientalista arrestado en la ciudad limítrofe a 180 kilómetros de Tijuana.

—La persecución es una constante para amedrentarnos. Han abierto una decena de carpetas y medio centenar de acusaciones, a veces contra personas que venían por primera vez a una marcha. Luego, claro, se asustaban y ya no volvían a aparecer —explica el maestro de cuarenta años por llamada telefónica.

Su madre y sus dos hijos fueron detenidos en julio de 2019 mientras cruzaban el puente fronterizo para ir de compras a Calexico, algo habitual en estos lindes. Les quitaron el visado y los tuvieron una noche en el calabozo. Fueron demasiado lejos para León, quien a la semana se autoexilió con sus pequeños de trece y nueve años en otra parte del país. Desde la distancia, el portavoz de Mexicali Resiste siguió participando en las asambleas de manera virtual y colaboró activamente en la campaña para la consulta de marzo de 2020: un 76% de los votantes, 27.973 personas, desaprobaron la instalación de la cervecera.

—Pensábamos que íbamos a perder, porque la compañía había metido mucho dinero para acarrear a miles de personas a las urnas. Fue un gran triunfo, por una vez se impuso el sentido común —se alegra frente a los planes de una planta que requería veinte millones de litros de agua anuales, lo equivalente al consumo de 750.000 habitantes, tres cuartas partes de Mexicali sin contar su extenso valle agrícola.

En todo México, 71 de las 81 concesiones para cerveceras toman agua de mantos sobreexplotados o con déficit. Constellation Brands, no obstante, todavía no se ha desmantelado. La siguiente administración estatal de Bonilla interpuso varios recursos a fin de que la cervecera continuara las obras. De igual modo, retomó los casos de los activistas detenidos en 2017, cuyos cargos se desestimaron, y los convocó a una audiencia en la fiscalía estatal a mediados de 2021.

—Nuestros informantes dentro de la fábrica nos dicen que tiene un avance del 80%, así que en cualquier momento puede ponerse a funcionar. No podemos bajar la guardia —exhorta León—. Siempre nos quieren intimidar, acallar, y cuando no lo logran, nos asesinan.


León y otros colegas solían reunirse los fines de semanas en el rancho de Óscar para disfrutar de un asado. Se acuerda de la amplia sonrisa de su camarada al verlos llegar, con su barba de candado henchida. Era muy noble, entusiasta, hospitalario, como lo describe, y sobre todo muy amistoso, algo que le ayudó a entablar contactos en toda la república para nutrirse de otros movimientos sociales y difundir la lucha de los kumiais.

Fraguó su activismo en 2014 con la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en Guerrero; apoyó a las víctimas de la masacre de Nochixtlán, en Oaxaca, y se sumó a varias protestas en la capital bajacaliforniana, como las de la CNTE contra la reforma educativa y el paro laboral de los jornaleros de San Quintín, donde conoció a los compadres de Mexicali Resiste, del que fuese uno de sus líderes más visibles.

—El asesinato fue sumamente dramático para nosotros. Creció nuestra paranoia, los delirios persecutorios. Una compañera que trabajaba estrechamente con él sufrió ataques de ansiedad y su salud se vio seriamente deteriorada. Pero, como en cada momento difícil, hubo una fuerte respuesta de apoyo —asegura León.

En 2016, Óscar visitó la comunidad michoacana de Cherán, que empuñó como modelo de autogestión de los pueblos indígenas por su consagrada policía comunitaria. Pedía raites (autoestop) para acudir a las movilizaciones y siempre portaba una Constitución mexicana de bolsillo que sacaba continuamente para dar respuesta a cuestiones ambientales.

Durante la pandemia se había focalizado en investigar los argumentos legales en el derecho internacional para exigir la autodeterminación de los kumiais y denunciar el acaparamiento de pozos en manos de caciques. “Un 2% de los concesionarios controlan el 70% de las aguas concesionadas” en el país, escribió en una de sus últimas publicaciones de Facebook.

Un mes antes de su asesinato, Óscar conversó con el abogado agrario del CNI para concretar los pasos a seguir hacia el reconocimiento de la etnia frente al riesgo de desaparición por la sequía, el asedio de las trasnacionales y la dejadez institucional, pero nunca tuvieron la segunda llamada programada para cuando consiguiera el censo de la comunidad.

El activista compaginaba su faena en el campo con los recorridos semanales por las desperdigadas infraviviendas de Juntas de Nejí para convencer a sus coterráneos de rechazar las despensas que los políticos les traían para comprar su voto. Y, pese a tantas tareas, nunca olvidó las demás problemáticas nacionales. Los días previos a su asesinato ayudaba a una madre de los 43 normalistas a buscar a su hijo en Mexicali, de donde había visto la foto de un muchacho muy parecido. En sus últimas horas de vida, lanzó en redes sociales la iniciativa ‘Buscando lluvia en el desierto’ para visibilizar la escasez y sobreexplotación del agua.

—¿¡Cómo van a decir que no lo mataron por su activismo!? —enfurece Norma, sosegada hasta el momento en que le pregunto por la publicación de ciertos artículos.

Como sucede habitualmente en estos casos, la fiscalía se apresuró a airear la idea de que el homicidio se produjo por narcomenudeo o ajustes de cuentas. Y también como casi siempre, la investigación sigue abierta un año después sin ningún resultado. La ejecución de Óscar se diluyó entre los 165 asesinatos de Tecate en 2020, el año más sangriento de su historia. Menos de 24 horas después de su homicidio, otro comando baleó a su cuñado, Daniel Sotelo, a las puertas de una tienda de abarrotes, aunque en la indagatoria nunca se estableció relación entre ambos crímenes.

—No había recibido ninguna amenaza o al menos no nos lo decía para protegernos y no preocuparnos. Sólo quiero que se le recuerde como lo que era: un defensor del agua y su comunidad —ruega su madre.

Óscar Eyraud fue uno de los treinta ambientalistas asesinados ese año en México. Para Norma, su pequeño grandulón, el más aguerrido y bromista de sus hijos.

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