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Tiempo de crisis

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CITLALLI MOLINA

Dos menores cruzan en estampida la entrada de conocido establecimiento de café, al norte oriente de la ciudad. La risa al descubierto y una sentencia en lengua indígena que emerge áspera de la boca de uno de ellos, atrae la mirada de los comensales; es una niña que ronda quizá los diez años, y vencedora en este juego ha perseguido a su hermanito, hasta hacerlo ingresar al lugar.

Adentro, se dejan caer en los asientos disponibles, respiran y ríen agitados; ella, sentada en el sofá, eleva los pies descalzos que asoman cenicientos, buscando el descanso, bajo la enagua de lana; sujetándose por el pecho la blusa floreada, tira de ella para permitir que el aire acondicionado refresque su cuerpo, juguetea el monedero que lleva colgado al cuello como tanteando su peso, ríe y lanza por segunda vez una sentencia al hermano. Él, que se ha tendido a todo lo largo de otro sillón, deja al aire un menudo par de tenis que en otro tiempo fueron blancos, mezclilla grande y camisa chica para su tamaño, dibujan una curiosa silueta de duende.

En este café, hace tiempo pasa todo sin que nada pase, el aire artificial cumple muy bien su función: los diálogos y las ideas emergen en forma de virus y bacterias de vida corta, y la temperatura se encarga de acelerar el proceso, asepsia de encuentros y desencuentros, espacios de confort con vista panorámica; la realidad, esa que acontece al otro lado, sucede solo a través de la pantalla, como una falsa novela en televisión.  Pero esta vez, de un espacio a otro, algo cobró vida, y los clientes, que hace poco se vieron impelidos a desviar la mirada y suspender por un instante sus actividades, han vuelto a concentrarse en ellas. Este pasaje tantas veces repetido allá afuera ya no demanda tanta atención, la inversión de tiempo es ahora más que nunca cosa seria, un descuido puede costar la rutina, equivocar la estrategia, provocar un mal tiro, echar abajo el plan y devolverlos en un segundo a la condición de vencidos en este otro juego, en esta carrera que emprenden todos los días aquellos a quienes sí les alcanza para pagar el café.

De este lado, y en el lado del sillón de enfrente la vida va así: la mayoría de los espacios se ocupan de dos en dos; a medio día y a pleno sol, cuando ningún rincón al aire libre es viable para poder resistir el calor, un establecimiento de café con potente clima se convierte en el único refugio; bajo ese resguardo emergen y hallan destino los pensamientos más claros, pero también los más grises, los modos más nobles, y los más toscos, las oportunidades más plenas y las más grandes frustraciones, lo sabe la vendedora de seguros que abstraída en el empeño de convencer a su cliente pierde la consciencia de su propia voz y de pronto declara casi a gritos su propia necesidad disfrazada bajo la posibilidad de satisfacer la aparente necesidad del otro; lo sabe el desempleado que hace un momento volvió a recibir una negativa y ahora se empeña en conseguir vía telefónica una entrevista con cierta autoridad de renombre, lo sabe el practicante de medicina que resuelve en su poca experiencia la causa de su carencia económica, tratando de convencer a su novia, mientras se convence a sí mismo; la pareja que dialoga sobre los gastos por venir, las deudas y las mejores opciones de crédito; y con seguridad lo sabe también el hombre maduro de la mesa del rincón, que desde hace rato permanece absorto en las páginas de un libro, no se sabe lo que lee, pero apuesto a que lo sabe, porque lee.

Fotos: Édgar Hernández

A sus escasos diez años de edad, la protagonista de esta historia, tanto como sus antes espectadores, sabe muy bien lo que busca y lo que espera, a tirones y empujones ha levantado del sillón a su hermano y trata de acercarlo a las mesas ocupadas, y tras varios intentos que solo consiguen hacer correr al pequeño en resistencia de un sillón a otro, logra arrebatarle uno de los zapatos con el que arremete sobre su cuerpo, mientras él, a carcajadas, trata de protegerse con las manos. Ella también ríe, pero en su risa es áspera como su palabra, hosca como sus ademanes, pendenciera como su mirada.

Nadie parece reparar en la escena, los velos caen hasta que la sentencia atrae la atención del cliente: Dame una moneda, dice ella, y a su lado el hermano balbucea en su media lengua: moneda. Pero no hay monedas, hay miradas frías retándose por un segundo, pesadas por la carga de razón que cada una lleva a cuestas: —Por qué no me das moneda, dice ella, y el comensal sacude disgustado la cabeza; quizá reaccione desde su conciencia limpia de ciudadano que paga impuestos y asume que no le corresponde paliar este problema, cuando ya carga bastante con los propios; quizá lo único claro en ese momento sea que está cansado de ver lo que hace ya mucho tiempo se manifiesta y se multiplica a su alrededor; quizá un descuido en el acto de buscar una moneda en el bolsillo pueda valerle lo que está a punto de lograr con la palabra, o quizá lo único cierto sea que aunque quisiera no puede, porque apenas completó para el café.

Crisis, se llama ese grosero espécimen que se ha instalado a rastras más allá de los bolsillos, en el tiempo, la mirada, la constitución corpórea de la gente.  Antes la crisis era signo que arrastraba sus propios síntomas, y en el síntoma la posibilidad de cura, ahora la crisis es signo que se repite, que se proyecta en el otro, alineando y alienando, y que cada uno asume con la reserva y el coraje de quien ve plantarse delante de sí el reflejo frío e indiferente de lo que no se quiere, pero que de todos modos se es; puede que “crisis” sea ahora la única condición que nos convierte en iguales.

 

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