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Sara y Jacinta, hija y madre por el agua

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Pie de Página

QUERÉTARO. – Las pintadas en el camión cisterna destartalado en un terraplén baldío resumen casi toda la historia. “Ni una gota más”, se lee en la cabina. “Ni una pipa más”, en el parachoques. “No más al robo de agua CEA (Comisión Estatal de Aguas de Querétaro)”, en uno de los laterales del tanque y en su parte trasera: “Lacras, ratas”. No obstante, vale la pena ahondar en los autores de los mensajes, los aludidos y, sobre todo, sus intereses.

Nada bueno se viene cuando suena el timbre de casa a las cinco de la madrugada. Eso mismo pensó Sara Hernández al despertarse por el ruido metálico de la puerta. Su vecina Ángela golpeaba para avisarle que al pozo de agua potable de la comunidad descendía un convoy de pipas particulares. No era la primera vez. El que camiones cisterna sin identificar y sin explicación alguna llegaran y extrajeran el recurso ocurría desde hacía dos años, pero se había intensificado en los últimos meses. El enésimo robo del 31 de marzo de 2021 fue la gota que colmó el vaso.

—Noche y día entraban pipas sin el logo de la CEA, pero tenían la llave del pozo. Esas pipas se llenan en media hora. Era mucha el agua que sacaban —reclama Sara, de 38 años, aunque de apariencia más joven, cubriéndose por igual del fresco y el sol con una sudadera y una gorra.

Ángela buscó a Sara, porque es una de las pocas que cuenta con automóvil en la humilde villa de Santiago Mexquititlán, en los lindes del Valle de Mezquital, donde la flaca señal telefónica las obligó a ir casa por casa para movilizar a la población. Por la tarde ya se habían reunido unas sesenta personas, que retuvieron uno de los seis camiones y exhortaron al chofer a decirles quién lo enviaba, a fin de corroborar la propiedad y el destino de las pipas clandestinas. Éste les dijo que trabajaba para una empresa privada.

Sara regresó por la noche para llevar agua y café y vio el despliegue de una veintena de camionetas de la policía estatal y municipal que cercaban el único camino de terracería hacia el pozo. Un funcionario de la CEA se presentó en el lugar para dialogar con los manifestantes sin llegar a un acuerdo y, al marcharse, los uniformados echaron balazos al aire. Pero, en vez de acobardarse, los pobladores decidieron instalar un campamento permanente para resguardar su pozo y la pipa confiscada. Durante la primera semana brotó de nuevo el agua y la presión a las zonas más alejadas, pero volvió a disminuir justo después de permitir el ingreso de técnicos de la CEA para, teóricamente, estudiar las causas de la escasez. Cuando se percataron y les negaron definitivamente el acceso, se recuperó el abastecimiento hasta la fecha.

—Entraban sólo para cortarnos el suministro. Es su forma de desgastarnos. Este pozo se construyó en 1978 con nuestro dinero y esfuerzo. Cada uno puso 10 mil pesos. El pozo es nuestro —indica la fortuita ambientalista.

Desde el búnker de hormigón del que salen numerosos tubos azules se observa una laguna grisácea, camuflada en la reseca planicie, que había desaparecido desde 2019 y por cuyo fondo hasta se podía transitar. La sequía forzó a muchas familias a buscar el agua en los bordos de contención a orillas del río. En los barrios cuarto y quinto pasaron tres meses sin recibir una gota. Frente a las reiteradas quejas, la CEA respondió en un inicio que desconocía la procedencia de las pipas y se comprometió a abrir una investigación. Tras la ocupación del pozo, sin embargo, reconoció que la propia CEA había los había contratado , pese a no estampar su logotipo.

—Algunos vecinos siguieron las pipas y vieron que llevaban el agua a terrenos de políticos panistas, también a constructoras de familiares de gobernantes y al paradero turístico de Cerro de los Gallos. Esto lo asegura S., quien barre con la bota la grava para destapar una gruesa tubería enterrada que se dirige hacia fuera de la comunidad y que sospechan, acarrea el agua al colindante Estado de México.

Los revoltosos, como los etiquetaron, señalaron que la carencia se agravó desde 2009 durante el primero de los tres periodos de Rosendo Anaya como alcalde de Amealco de Bonfil, municipio al que pertenece Santiago Mexquititlán. Al cacique del panismo en Querétaro, feudo conservador, lo culpan de estar detrás del saqueo del agua y el negocio de las pipas, así como de colocar a varios de sus allegados en cargos públicos. Entre otras, a Verónica Hernández, diputada local, y a la delegada Verónica Sánchez, que desmiente cualquier tipo de conflicto con sectores de su comunidad.

El operario de la pipa detenida dijo que estaba empleado por “el señor Gilberto”, el esposo de Verónica Hernández.

—Nos enviaron a la gente de Vero —repite la activista en referencia a supuestos golpeadores, hombres pagados para amedrentar a grupos opositores.

Los matones irrumpieron por primera vez a las dos semanas de plantón y con una agresividad excesiva escupieron a uno de los manifestantes y amenazaron con lincharlo. Sara cuenta que en algunas ocasiones elementos de la fiscalía y la policía estatal la han saludado desde las patrullas mientras la seguían durante varias calles, o le han hecho fotos; formas de hostigamiento que, según ella, también comprenden la intervención de sus teléfonos y el intento de hackeo de un grupo de whatsapp.

—El miedo nunca se quita. Consiguen que la gente deje de apoyar el movimiento —reconoce sobre tantas noches en vela haciendo guardia en el pozo junto a otra decena de compañeros.

La noche del 12 de mayo de 2021, un destacamento de la policía estatal emboscó a tres que iban a traer cobijas. La joven, su hermano y su esposo, herido de bala en el cuello, pudieron escapar del ataque y sortear las barricadas. La madre de Sara, Jacinta Francisco, se despertó con el sonido de los disparos y temió por la vida de su hija. Los centinelas del agua pensaron que la acometida se extendería al campamento y llamaron a la población a través de mensajes, cohetones y campanazos. En seguida bajó una turba de barrio quinto que frenó el avance de la fuerza pública.

Personas afines a los gobernantes panistas difundieron por redes sociales que Jacinta tenía resguardados a los agredidos, tildados de delincuentes. El pánico se apoderó de la mujer de 60 años, que creyó que en cualquier momento tumbarían la puerta los agentes y escondió sus ahorros con tanta prisa y desconcierto que nunca recordó dónde puso los billetes. Finalmente, apresaron al trío, imputados por intento de homicidio, pero ante la presión social los liberaron a las pocas horas. Pero, ya no volvieron a participar en la lucha ni tampoco quisieron contarme su historia.

Durante los meses posteriores, las mismas autoridades fabricaron varios procesos legales contra Sara, su madre y su hermana Estela por presuntas amenazas a Verónica Sánchez. En cuanto tomó sus casos el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Prodh), una organización de derechos humanos, cerraron las carpetas de investigación. En la modesta casa de la joven hñähñú hay montones de papeles, frascos de hierbas medicinales y muchas imágenes de la virgen. En su traspatio se acumula la chatarra utilizada para soldar las mesas y carritos de venta de nieves (helados) y aguas frescas, el negocio familiar desde hace generaciones.

—Dijeron que teníamos armas para disparar a la delegada. Nos hacen ver como criminales para desprestigiarnos y poner a los vecinos en nuestra contra. Y lo consiguen. Nos han insultado por el pueblo, nos da vergüenza vender en el tianguis (mercado ambulante) —lamenta Sara—. Nos odian como si les fuésemos a quitar su trabajo. Desde que entraron los panistas (hace una década) han comprado a parte de la comunidad con despensas o empleos y los tienen amenazados con quitarles todo si no cumplen sus órdenes.

Los movilizados interceptaron el 1 de septiembre una grúa rumbo al pozo con la intención de remolcar la pipa retenida. Esa misma tarde la Guardia Nacional y varias corporaciones municipales se desplegaron al interior de la comunidad y aprehendieron a uno de los pobladores, Venancio Ramírez, por supuesta posesión de marihuana. Pero el arresto no se produjo en la vía pública, sino en su domicilio, sin orden de cateo y con la presencia de la GN. Estas irregularidades precipitaron su puesta en libertad un par de días después. Tras el episodio se inclinaron por desmantelar el campamento para garantizar su propia seguridad. Desde entonces los residentes próximos al pozo dan aviso al detectar cualquier movimiento extraño y organizan rondas de vigilancia nocturnas. En cuanto llegamos a las instalaciones, a 200 metros de la carretera principal, aparecen dos vecinos para preguntarnos por el objetivo de nuestra visita.

Después de un año de reuniones infructuosas con la CEA, el gobierno municipal y el estatal, de marearlos por decenas de despachos y con la entrega de documentos sin destinatario, de no presentarse en las reuniones convenidas, de promesas incumplidas, un centenar de pobladores de Santiago Mexquititlán bloquearon la avenida más larga de la capital mexicana, frente a la sede de la Conagua, para pedir directamente una solución al organismo federal, que desconocía la problemática, pese a haberle remitido numerosas cartas al respecto. Una vez más, los hñähñús sólo obtenían respuesta mediante el corte de vialidades o la ocupación de oficinas. La comunidad sólo tiene una petición: la restitución de su pozo para que el pueblo lo administre.

—Desde que la CEA tomó el control del pozo, empezó a faltar agua. Nos dicen que somos incapaces de gestionar el pozo, porque es muy complejo, pero ya lo hemos hecho. Seguro es mejor a que nos roben y además cobrarnos tanto —apunta Sara.

Ella, su madre y su hermana siguen en el centro de la diana. Hace unos meses una vecina les contó que [se omite el nombre de la política por razones legales] la visitó en su casa y entre la broma y la seriedad le preguntó cuánto querría por desaparecerlas. Cuando la gente va a la CEA de Amealco a pagar la factura del agua, los funcionarios esparcen el rumor de que Jacinta y sus hijas son las que cierran la llave del pozo y les dejan sin agua. No hay ningún azar en que los embates se dirijan sobre todo contra ellas tres.

Jacinta
“¡Jaci, Jaci, Jaci!”, vitoreaban las reclusas. “¡No te olvides de nosotras!”, vociferó una con el rostro aplastado entre los barrotes. En 2009, Jacinta, la madre de Sara, abandonaba la prisión queretana de San José del Alto y sus vecinas de celda se despedían con una ovación tan escandalosa como los rocambolescos hechos que la tuvieron entre rejas por más de tres años.

En 2006, menos de la mitad de los 5 mil habitantes de Santiago Mexquititlán entendía bien el castellano y mucho menos disponían de un reproductor de video, pero regalar o presumir en la estantería un DVD era prácticamente una cuestión de estatus y algunos de los vecinos más avispados empezaron a vender películas pirata en el mercadito callejero del domingo. En marzo de ese año, seis agentes de paisano de la Agencia Federal de Investigación (AFI) realizaron una redada en la plazuela del pueblo para decomisar las copias.

Los testimonios de la comunidad cuentan que los elementos de la ya extinta corporación policial civil actuaron con violencia y zarandearon a varios vendedores, lo que detonó en una riña para reclamarles que se identificaran y les devolvieran la mercancía. Los afis prometieron regresar para pagarles por los destrozos, algo raro y evidentemente fuera de toda legalidad. Los ambulantes aceptaron siempre y cuando uno de los agentes se quedase con ellos. Jacinta estaba en misa cuando eso sucedía.

La policía mantuvo que la multitud, desarmada, los acorralóy los tuvo como rehenes bajo la exigencia del pago de un rescate para dejarlos ir.

Los elementos volvieron con un fajo de billetes y con un medio de comunicación chayotero —comprados para publicar cierta información—. En definitiva, las autoridades querían la instantánea de los agentes entregando dinero a los indígenas para sustentar el relato del secuestro. Durante el reparto del efectivo, Jacinta y su hija se acercaron por curiosidad al tumulto para ver lo que acontecía. Fue en ese preciso momento que el fotógrafo inmortalizó la escena. Un click que determinó para siempre sus vidas.

A los pocos días un primo trajo la edición del diario en que aparecía la imagen con ambas al fondo para ilustrar la noticia con el discurso gubernamental. Jacinta nunca se preocupó. Tenía claro que ellas no habían intervenido de forma alguna en el alboroto. Su marido, en cambio, se inquietó, sabedor de que los federales eran muy vengativos.

El 3 de agosto del mismo año, la mujer regresaba en taxi de una procesión cuando un hombre y una mujer vestidos de civil la arrestaron en la puerta de su vivienda antes de poner un pie fuera del vehículo.

—La policía me decía que estaba detenida por cortar un árbol verde, que era delito y que me llevaban a la comisaría de San Juan del Río para una breve declaración. No tenía miedo, porque no había hecho nada malo —narra impertérrita, de labios perfiladísimos y facciones hieráticas—. Mi esposo me iba diciendo que eso era por lo del tianguis.

La amabilidad inicial se tornó en burlas a medida que se alargaba el trayecto, que en realidad los trasladaba hasta Querétaro. El conductor daba frenazos y derrapes adrede para acongojarlos. “Tal vez tenemos un accidente”, les soltó la agente entre carcajadas. “Como veas, si pasa algo, Dios va a escoger a quién se lleva. Yo tengo los zapatos limpios, quién sabe su conciencia”, le dijo a Jacinta.

En el calabozo donde la tuvieron despierta durante toda la noche ya estaban Alberta y Teresa, las dos vendedoras exhibidas en primer plano de la escena. A ellas las acusaban de narcotráfico, por la piratería, y a Jacinta de secuestro. A las tres las pusieron frente a un enjambre de reporteros y las presentaron como “las secuestradoras indígenas”. Ninguno de los asistentes cuestionó entonces cómo una mujer de metro y medio, ochenta kilos y sin armas, podía retener a seis policías de un cuerpo de élite. La mujer comparece ante la prensa con la cabeza agachada, no por rubor, sino abatida de agotamiento. Llevaba el mismo atuendo tradicional y el bolso con el que había salido a las ocho de la mañana del día anterior. Le dieron una falda beige y la metieron en una celda congelada. Jacinta se frota la frente con la palma de la mano al acordarse de aquel frío. Esa noche de llovizna descubrió que en México el demonio luce una estrella de siete puntas con la bandera nacional y el infierno es un sótano sin ventanas y barras de acero:

—Lloraba y lloraba, me preguntaba por qué estaba ahí si no había hecho nada. Cada vez que escuchaba una puerta abriéndose, me levantaba pensando que ya me iban a sacar.

La gélida piedra de la cama y los constantes chirridos de los candados no la dejaron conciliar el sueño, pese a todo el cansancio acumulado. A las pocas horas le dieron un overol rojo para prestar declaración ante el juez.

—Ya hasta se me nublaba la vista, me quedaba dormida a ratitos. Sólo veía un montón de papeles y personas haciéndome preguntas que no entendía, porque en ese momento no sabía casi nada de español —describe—. Ni siquiera sabía qué decían los documentos que me hacían firmar. Yo sólo repetía la palabra ‘inocente’.

La familia se endeudó para pagar a numerosos abogados que las estafaron. Les pedían 20 mil o 30 mil pesos tan sólo en concepto de viáticos y amagaban con desentenderse del caso si no les abonaban a tiempo, aunque ninguno de ellos logró avances en el proceso y algunos incluso se vendieron a las autoridades. También capturaron a su cuñada Erika, al confundirla con su hija, Lety, que asomaba la cabeza junto a ella en la fotografía que utilizó el juez como única prueba para condenarla a 21 años de prisión.

—Pensaba que saldría después del juicio y que iba a pasar Navidad con mi familia. Tras escuchar al juez, sentí que se acabó el mundo —evoca sobre la sentencia de diciembre de 2008.

Jacinta se había rehusado a inscribirse en las actividades carcelarias, pero, al asimilar que terminaría ahí sus días, se apuntó a clases de costura. En prisión también aprendió español, gracias a las internas que le ayudaban a leer las notificaciones judiciales. Las celadoras las llamaban “indias” y las trataban con desprecio, pero, en general, dice haber sentido menos rechazo que en el exterior. La propia directora del penal le decía que desde el principio sabía que era inocente y que ojalá la liberasen antes de que ella se fuese.

A comienzos de 2009, el Centro Prodh asumió la defensa jurídica y sólo entonces la justicia se movió, no tanto por resolver el destino de Jacinta, sino por la incomodidad que le generó la organización al hacer pública la disparatada acusación. “¡Suerte Jaci!”, le gritaban las reclusas cuando la entrevistaba algún medio. “Tienes que ayudar a la gente como a ti te han ayudado, porque la mayoría estamos aquí sin motivo”, le rogó su compañera de celda el día de su liberación el 15 de septiembre, un año después de que por una remota casualidad a su hija Estela la enlazaran con un defensor de derechos humanos. “Contenta”, fue lo único que alcanzó a declarar ante la multitud de micrófonos que la esperaban a la salida.

A Jacinta le calaron esas últimas palabras y se ha dedicado a visitar a muchas de las internas que acompaña el Prodh para compartir su experiencia y darles ánimos. Sus brillantes blusas de seda, cuello alto, coloridos pliegues y falda blanca, se convirtieron en icono de la lucha por las mujeres indígenas encarceladas injustamente, apodadas como “las jacintas”.

Cerca de la mitad de las privadas de libertad en México lo están por la portación de pequeñas cantidades de droga y muchas fueron detenidas la primera vez que delinquieron. Las mujeres, además, pasan mayor tiempo en prisión preventiva que los hombres. Esto se acentúa entre la población indígena, que en un 99 % de las detenciones terminan entre rejas y en tres de cada diez casos siguen recluídos sin una sentencia que puede tardar unos seis años. La mayoría de las 7.011 personas de pueblos originarios recluídas no tuvo acceso a un intérprete.

—Yo antes veía a los que resistían (activistas) y pensaba que eran unos locos. Hasta que no te pasa algo así, uno no se da cuenta —admite la hñähñú, cuya camisa hoy es de un reluciente morado.

En los siguientes siete años, Jacinta también litigó de la mano del Prodh para recibir una reparación del daño. Tras varios recursos de la Procuraduría General de la República (PGR) —actual fiscalía—, un tribunal nacional obligó al máximo organismo judicial del gobierno a convocar un evento de disculpa pública hacia las tres mujeres de Santiago Mexquititlán, el primero de esta naturaleza en el país. El procurador admitió en el acto que su dependencia incurrió en una actividad indebida, al inventar falsos testimonios.

“No basta la reparación de daño para superar el dolor, la tristeza, la preocupación y las lágrimas ocasionadas. ¿Quién va a devolver la vida de mi hermano José Luis, quien no pudo estar tres años con su mamá?”, pronunció en su discurso Estela, la hija de Jacinta, que por su parte solicitó la revisión de los expedientes de los indígenas en penales.

—En los pueblos otomíes, las que estamos en la lucha somos las mujeres, porque a los hombres luego luego (en seguida) los detienen —dice la activista, que parece haber olvidado por un segundo su trance.

La injusticia contra su madre marcó especialmente a dos de sus seis hijos. Estela se involucró sobre todo en lel movimiento contra la reforma educativa al punto que los gobernantes locales han pedido su cese como maestra. A Sara, enfermera en el Hospital General de Querétaro, nunca le concedieron una plaza fija que sí daban a otros de menor antigüedad; una discrminación que la empujó a cambiar de empleo. Sus dos hijos varones se ocuparon de la venta de helados mientras que las féminas se han centrado en combatir la marginación de la comunidad.


La celebración preferida de Jacinta es la del 15 de mayo, la danza de San Isidro, patrón del agua, en la que pasan casa por casa para bendecir la tierra. En su parcela siembran maíz, nopales y quelites, como casi todas las familias de Santiago Mexquititlán. Cuando quiere comer proteína, agarra alguno de los pollos del corral del traspatio. Antes ni siquiera había carnicerías en el pueblo, porque la gente mataba sus propios puercos. La hñähñú odia el ajetreo urbano tras vivir seis años en Monterrey vendiendo verduras en la calle.

—Me dan asco las salchichas —espeta—. No me gusta ir a la ciudad. Allá las personas batallan mucho siempre para conseguir todo.

En esa comunidad de campesinos en burro, agaves en los bordes de los cultivos para fijar el terreno y escasa cobertura telefónica, nunca han sufrido por conseguir el alimento y jamás imaginaron que les faltaría el agua, un bien visto como inagotable, como en casi todo el planeta, desde tiempos inmemoriables.

Querétaro es el sexto estado mexicano con mayor estrés hídrico y los niveles de sus presas están por debajo del 20% de capacidad. Tres cuartas partes de la entidad sufre sequía, al igual que un tercio del país, el triple que hace un par de años atrás. La “guerra del agua” ya había manado en los titulares de la prensa local desde 2013, cuando el alcalde del cuarto mayor municipio de Querétaro se enfrentó a la CEA por impedirle extraer agua del río para los asentamientos irregulares ni tampoco proveerles de pipas.

—Alrededor del pozo estaba seco, desértico, y ahora está verde —señala Jacinta unos arbustos, que contrastan con la amarillenta estepa, mientras saca de su bolso otro puñado de semillas de calabaza para matar el hambre de media tarde.

Tras la toma de la fuente de agua de Santiago Mexquititlán, la comunidad aledaña de Garabato también frenó el paso a pipas privadas y algunas barriadas cortaron calles en protesta por el desabasto. Jacinta y sus hijas tienen claro que nunca más dejarán que nadie les robe el agua, ni la dignidad ni otros tres años de sus vidas.

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