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TUXTEPEC, OAXACA. – Papaloapan es una pequeña península frente al estado de Veracruz, ubicada a 471 kilómetros de la capital de Oaxaca, es una agencia municipal que pertenece a Tuxtepec, con 2 mil 600 habitantes según el último censo del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), los datos duros la hacen una población oaxaqueña, pero en realidad, pisando el calor de sus calles, hablando con su gente, comiendo los peces y los frutos que emergen al costado del río que la rodea, es posible entender que es un lugar trastocado por la frontera.
Aislados del centro de Oaxaca y Veracruz, es una selva extremadamente caliente entre dos mundos, una región con dos culturas distintas, fusionadas, más cargada en historia y simbolismos a los negros cimarrones libertos de las haciendas veracruzanas a lo largo del tiempo, que a los pueblos indígenas de la Chinantla alta; una brecha de tierra llana de calor y humedad con mestizos que se reconocen a sí mismos como “Oaxarochos”, una forma simple de unificar las luces que los han construido como habitantes de una cultura en el borde.
Afromexicanos sotaventinos
Papaloapan es una puerta a Oaxaca por río desde hace 124 años, cuando se construyó la Estación Ferroviaria El Hule para unir al Istmo con el Golfo de México, según la documentación del historiador tuxtepecano Tomás García, un puerto a la sierra oaxaqueña, donde apenas hace un par de años la comunidad decidió alzar velas para ser reconocidos como un pueblo afromexicano ligado a la cultura jarocha de los Llanos del Sotavento, una reivindicación que para los pobladores es necesaria para darle nombre a sus particularidades identitarias.
Margarita Valerio González, la agente municipal de la comunidad afirma que las autoridades del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) se han negado a hacerlos parte del Catálogo Nacional de Comunidades Indígenas y Afromexicanas a pesar de que llenaron una cedula de identificación, “creemos que el reconocimiento como afrodescendientes por parte del gobierno podría visibilizarnos y accederiamos a derechos y justicia y obras que desarrollen el pueblo, que por mucho tiempo nos han negado a los jarochos de Oaxaca”.
Para ser evaluados como pueblo afrodescendiente cubrieron varios requisitos, entre ellos juntar firmas, recabar las costumbres del pueblo ligadas al afromestizaje, identificar las manualidades y el tipo de comida que realizan de forma cotidiana y tradicional; un perfil de las ocupaciones que han tenido sus habitantes a lo largo del tiempo, además de recopilar sobre todo la historia oral que no aparece en los libros de textos oficiales, explicó la representante comunitaria.
“Lo que vivimos se trata del racismo histórico con la población negra, la falta de información, de los prejuicios que hay con la gente morena, aunque casi todos aquí tenemos mucho de negros, está arraigado que no somos un pueblo ni de Oaxaca ni de Veracruz, los oaxaqueños nos dicen jarochos y los de Veracruz no nos reconocen como suyos del todo, aunque casi todos tenemos familia del otro lado del río, estamos mezclados, pero nos parecemos más en todo a los jarochos”, expone Margarita.
El Hule, el paradero de trenes junto al río
Según las historias que cuentan los viejos papaloapenses, antes esta comunidad oaxaqueña fue una ensenada de agua dulce donde por muchos años se guarecieron barcos que venían de Alvarado y las Antillas con negros traídos por empresas extranjeras a trabajar la siembra del plátano, y el tren, una bestia determinada que atraviesa el pueblo todavía, los convirtió en una nación minúscula de mulatos, caporales tropicales, criollos trastocados por exuberantes planicies verdes con las mejores tierras para la crianza de caballos y ganado: sotaventinos que se integraron culturalmente con los pueblos descendientes de africanos de Veracruz a través de la adoración al Cristo Negro de Otatitlán, en donde hacen peregrinaciones cada año.
Marcos Amador es el anciano de mayor edad del pueblo, el 10 de septiembre próximo cumplirá 93 años, su relato de alguna manera, representa las oleadas de mestizaje y la historia de Papaloapan de forma viva: indígenas que llegaron hace siglos a una tierra despoblada, hacendados blancos que necesitaban mano de obra gratuita a cambio de tierras ricas para la siembra, y negros veracruzanos que huían del esclavismo colonial de Laguna Camaronera y la Laguna de Alvarado; luego esclavos traídos por la empresa inglesa Waddell & Hedrick, para construir el puente de fierro que atraviesa el río Papaloapan desde 1899, y una nueva oleada de negros transportados entre 1920 y 1930 por españoles y británicos para cargar vagones de trenes con toneladas de plátano para exportarlos a Europa, la época del “oro verde”, según documentos históricos del Sotavento veracruzano publicados en 2011.
“Mi papá era un viejo prieto morado, que llegó a Papaloapan caminando de Tierra Blanca, Veracruz cuando tenía 12 años, aquí conoció a mi mamá que era de San Cristóbal de las Casas, era cocinera en los comedores de los señores que le trabajaban a los gringos, ella me tuvo a mí y a mi hermano, pero mi papá tuvo otros 7 hijos con otras mujeres”, cuenta don Marcos Amador, quien vive ahora en la entrada del pueblo frente a la carretera federal 145.
Don Marcos es bromista, en su rostro hay una alegría excesiva que contrasta con la temperatura de 45 grados, incluso bajo la sombra de un árbol de mango que parece pudrirlo todo, hace reír a las muchachas, agradece a dios por haberle permitido vivir tantos años después de que se salvó de morir quemado en 1931, cuando tenía tan sólo un año de edad y se quemaron las casas de El Hule, como era conocido Papaloapan entonces. Dice que el pueblo en esa época era un paradero de trenes, con una única calle que da hasta la laguna, un estero donde hace mucho, cuenta don Marcos, había lagartos. El resto era puro monte y llanura, con un gallego venido de Córdoba, llamado José Costales que se autoproclamó dueño de esas tierras luego de que murieron los dueños originales, españoles descendientes de la hacienda de Uluapa, un mayorazgo ganadero colonial donde explotaban africanos y al que pertenecían los municipios veracruzanos de José Azueta, Carlos A. Carrillo, Chacaltianguis, Tuxtilla, Tlacojalpan y una parte de Loma Bonita en el estado de Oaxaca, antes de la revolución mexicana.
“A los negros también los mataba el calor”
Cuando don Marcos Amador habla es como una voz perdida en la arenisca de un viento sureño, como si esta frontera oaxaqueña no fuera de las más pobres y dejadas, sostenidas por el mito de un tren transoceánico, que hoy es una especie de fantasma al que todos en Papaloapan parecen aferrarse.
“Cuando se quemaron las casas de palma decidieron ponerle Papaloapan en honor al río, lo refundaron, porque en nuestro pueblo inicia el Papaloapan veracruzano hasta llegar al mar y somos la entradita a Oaxaca, y el puente donde atraviesa el tren, desde hace un siglo, representa la frontera y la unión de ambas culturas. Somos tan jarochos que yo de joven mi cartilla la sellaba en Veracruz como si hubiera nacido en ese estado”, relata don Marcos.
Por momentos interrumpe la narración original para recordar el pilte de pescado con hojas de acuyo y plátano maduro que hacía su esposa, una niña de 15 años a la que se robó cuando tenía 23 y con quien tuvo 9 hijos.
“Los gringos trajeron muchos negros que trabajaban en el campo cargando flotas gigantes de plátano roatán, después fue el plátano macho, en la noche les brillaban los ojos y los dientes, ellos dormían en el monte, comían y trabajan pero no tenían donde vivir, por eso muchos huían porque aguantaban mucho, pero el calor también los mataba”, dice.
Don Marcos quiere que le creamos todo, insiste en que sus historias son verídicas, que él pudo ver a los negros cimarrones montados en caballos metiéndose en la selva, que los veía de niño cuando aprendió de su padre a matar ganado y traían jaulas de cochinos y novilllos desde Chachauite, en el Istmo, las transportaban en un tren con asientos de madera al que los niños como él le decían “chucu chuchu”, que gracias al tren, él fue con su padre hasta Suchiate en la frontera con Guatemala varias veces a traer tropillas de reses para vendérselas a los españoles.
“Lázaro Cárdenas fue el presidente que acabó con toda la riqueza de la región cuando expropio la tierra a los extranjeros, porque el dinero que llegaba de España y de Estados Unidos por el plátano se acabó, desde entonces ya no hay gente con cinturones con monedas de oro o costalitos de plata”, jura don Marcos Amador.
Oaxarochos, otro mestizaje
“Desde muy chicos a los niños nos enseñan a nadar y cruzar el puente, cuando pasa el tren uno se debe meter entre los tubos, luego desde ahí salta la gente cuando se anda bañando, el puente de fierro es algo que une a los Oaxarochos”, sostiene Marlene Alondra Ortega Lomelí, una joven profesora egresada de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), quien nos llevó durante la cobertura por las vías y el río. Dice que al otro lado del puente se encuentra Santa Cruz, un pueblo veracruzano que es el único punto donde entrecruzan las carreteras federales 145 y 175.
Marlene Alondra es descendiente de una de las 20 familias fundadoras de Papaloapan, su tía Froila Palma llegó de Ojitlán, Oaxaca y se juntó con un español originario de Córdoba, Veracruz, su bisabuelo también fue de los primeros pobladores, afirma que en Papaloapan existen principalmente tradiciones jarochas como la rama, la jarana, y los pobladores rinde culto a la imagen del Cristo Negro que apareció flotando en una balsa en el río Papaloapan en 1597. La comunidad tiene su efigie en la entrada del pueblo para proteger a los centenares de peregrinos que van año con año al municipio veracruzano de Otatitlán, ubicado a 12 kilómetros.
Ella considera que la mayoría de la población desconoce el tema de afrodescendencia por desconocimiento y falta de interés, sobre todo porque no hay registros oficiales de la presencia negra en la comunidad. y de alguna forma al centro de Oaxaca no le ha interesado documentar la historia de los pueblos en la frontera de Veracruz, que son muy distintos a las poblaciones de la sierra o los valles.