CITLALLI MOLINA
Aún son jóvenes aquellas generaciones que nunca pactaron encuentros sentimentales o amistosos en las plazas comerciales, que no tuvieron como alternativa para las tardes de tedio y calor el paradójico encierro público climatizado, que no hicieron domingos de familia recorriendo escaparates e intercambiando gustos y pareceres, y que tampoco se enfrentaron al infinitivo dilema entre el deber, el tener, el desear y el poder. En aquel entonces la cosa era sencilla, la necesidad era una y las opciones, cuando las había, pocas. Salir, “quedarse de ver”, no era sinónimo de comprometer el bolsillo para, a cambio, regresar a casa con una emoción despierta.
Nítido se aviva el recuerdo de las tardes en los espacios públicos abiertos, la concurrencia a los pocos cafés que al poniente de Tuxtla daban de qué hablar por lo que en ellos se fraguaba cada tarde y resolvía al día siguiente en el horario escolar o laboral; el alborozo juvenil en los miradores y parques públicos, que entonces no eran alternativas clandestinas, orinales o escenarios de la miseria y la inconformidad, pulmones marchitos y zonas de riesgo.
Pero un día llegó la primera plaza y con ella despertó la curiosidad, se modificaron los rumbos, los modos de ver. Lentamente se apagaron los cafés; envuelto en bruma el alumbrado de los espacios abiertos se tornó denso, se empolvaron los asientos de cemento y se oxidaron los de herrería, se reprodujeron las plagas, los mosquitos. Alguien decidió que era incómodo y riesgoso, y el parque y el café urbano relegó su importante papel a la condición de última alternativa.
Así se impuso la plaza, con sus modos y condiciones, pero sutil y placentera. Bajo el influjo de la curiosidad y la emoción que provoca el encontrar tanto en un solo lugar, nadie notó que se había plantado sobre una extensa área verde que en ese entonces obtuvo la aprobación de la gente porque, por fin, aquel pueblote que era Tuxtla empezaba a limpiarse de tanto monte
Y tampoco fue evidente que con la transformación del entorno natural, se transformó también la mirada; acostumbrados a ver fuimos forzados poco a poco a mirar hasta que el matiz de las cosas sencillas se volvió colorimetría; acostumbrados a escuchar convertimos el oído en dispositivo para oír, llenamos de ruido la capacidad auditiva, tanto que un día sin notarlo siquiera, resultó que fuera de esos modos de conformar las formas sensibles nos sentimos solos y vacíos.
La plaza bien tratada ha sido sinónimo de templo de consumo, micro ciudad, nave espacial…, y ante la mirada recelosa de otros pocos ha sido monstruo que se multiplica, dragón que atrapa a la sociedad con lengua de fuego y la calcina. El dato asienta que hoy hay más de treinta plazas comerciales en Tuxtla, y que estos sitios ocupan el primer lugar en la lista de espacios públicos que la sociedad prefiere como punto de reunión.
Nada más placentero que el acto de cruzar la entrada que separa una realidad de otra, ese paso no deja espacio a la duda; nada más resuelto y seguro que sentirse al otro lado, como quien avista tierra firme en medio de un naufragio, y pisa la isla toda dispuesta para reparar el cuerpo y alma que un segundo antes se sabían desahuciados.
Lo que sucede dentro anula la frontera entre lo público y lo privado, las emociones más íntimas se desbordan bajo el efecto del color, el olor y la forma; la sensibilidad normalmente reprimida en otros escenarios sociales, en la plaza son condición del estar y del participar en el juego público que solo la complicidad y la empatía hacen posible. No solo los objetos, los escenarios, la disposición arquitectónica seducen a quien, lo sabe muy bien, ha cruzado la entrada para ser seducido.
Y ahí donde el estar y el ser no demanda justificación, el visitante puede experimentar un extraño estado de bienestar parecido a la libertad que afuera le está negada, la posibilidad del descanso y el alejamiento que llega después de cualquier catarsis, el efecto de reconciliación momentánea, por la que, sin pensarlo dos veces, vale la pena dejar lo que no se tiene, pero que el bendito modo de crédito ahora permite alcanzar anticipadamente.
En ese estado de bienestar, ¿qué enfados no se concilian, qué afectos no se desbordan, qué relaciones no se establecen? Alegría y empatía son términos hermanos, carga energética en el diálogo del paseante, en el encuentro ocasional y no obstante intencionado.
Hay pues en el hechizo de plaza algo que no se resuelve en el objeto, no habita en los zapatos, en el vestido, en el bolso, en el reloj, en la esencia europea, ni en la atmósfera liviana que neutraliza los olores y los iguala; algo que trasciende el diseño y el tono, que supera incluso la trampa del espejo adelgazante, el reflejo terso de la luz nívea sobre la piel. Algo que supera los slogans y que no obstante corresponde y se resuelve en ellos.
Carencia o necesidad. Lo cierto es que hoy las plazas son todavía recintos de sanación momentánea, espacios para la simulación; parece que por fin la plaza permite ser algo, autoriza la entrega a algo que nos contiene por un segundo como si fuéramos ciertos, ahí existimos al menos por un segundo. Desde ahí se dirige, se elige y se decide, se ocupa otro nivel, al que se asciende a través de las escaleras eléctricas, pero que al final nos eleva más allá del rango de subordinados. La atención siempre cortés y atenta confirma que es cierto. Entonces somos otros, actores y espectadores de una misma puesta en escena, por la que además se paga caro. Víctimas de la propia trampa, felices mártires.
Quién pudiera quedarse para siempre en una escena de plaza y no ser devuelto de una patada al túnel oscuro y caluroso que conecta al exterior, y donde el primer requisito para atravesar es el pago del estacionamiento, despojados ya del vestuario y en la misma condición de mortales que asumíamos antes de cruzar la entrada, pero ahora más puesto el ego, y más vacíos los bolsillos. Mañana será otro día, habrá que duplicar la jornada. Nadie dejó escrito, nunca, que el costo de la felicidad fuera bajo.