El presidente republicano se compromete a una transición de poder “ordenada” al final de un día caótico que causó cuatro muertos
El País
Las urnas y las instituciones dieron el tiro de gracia a la era Trump la madrugada de este jueves tras una jornada aciaga para la historia de Estados Unidos. El Congreso confirmó la victoria del demócrata Joe Biden horas después de haber sufrido el asalto de una turba de seguidores del presidente republicano, agitados por sus acusaciones infundadas de fraude electoral. Los graves disturbios, en los que han muerto cuatro personas, obligaron a suspender la sesión y desplegar la Guardia Nacional, pero el Capitolio se reunió de nuevo la misma noche del miércoles, en una decidida exhibición de firmeza, y cumplió con la Constitución. A las 3.40 horas (hora de la ciudad de Washington), el vicepresidente, Mike Pence, declaró el vencedor tras días de presiones de su jefe, que le pedía la rebelión. Acto seguido, Trump emitió un comunicado en el que seguía protestando por el resultado pero, por primera vez, se comprometía a una transición de poderes “ordenada” el 20 de enero.
Ese día Biden tomará posesión y pondrá en marcha un Gobierno con un amplio margen de maniobra, pues los demócratas controlarán la Casa Blanca, la Cámara de Representantes y, tras la elección de este martes en Georgia, también el Senado. Comenzará entonces la dura labor de cerrar heridas, tender puentes y reparar reputaciones. Líderes de todo el mundo condenaron lo ocurrido en el que se precia de ser un país referente de democracia y solidez institucional, un trozo de Occidente que no había vivido algo así en 200 años.
“Vamos a terminar exactamente lo que hemos empezado y certificaremos al ganador de las elecciones presidenciales de 2020, el comportamiento criminal nunca dominará al Congreso de Estados Unidos”, dijo el líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell. El ahora cabeza de la minoría conservadora calificó la revuelta de “insurrección fallida” y proclamó con orgullo: “Estados Unidos y este Congreso han afrontado amenazas mucho mayores que la turba desquiciada de hoy. No nos han disuadido antes y no lo harán ahora. Han intentado romper nuestra democracia y han fracasado”. El vicepresidente, Mike Pence, había abierto la sesión unos instantes antes reivindicando: “No habéis ganado, la violencia nunca gana, la libertad gana”. Los discursos tenían algo de terapia de grupo.
Después de cuatro años arropando la retórica incendiaria de Donald Trump, los republicanos se toparon en este nublado día de enero de 2021 con un monstruo de aspecto muy feo, una turba que rompía los cristales de su gran templo democrático, escalaba sus paredes, irrumpía en las salas de plenos y se sentaba en el sillón de la presidencia del Senado. La democracia se ha impuesto, pero el sistema ha quedado dañado.
La mecha había prendido esa mañana, tras un mitin que Trump convocó frente a la Casa Blanca, precisamente con ocasión de la sesión para certificar la victoria demócrata en las presidenciales. “Después de esto, vamos a caminar hasta el Capitolio y vamos a animar a nuestros valientes senadores y congresistas”, dijo a una muchedumbre formada por millares de personas llegadas de todo el país. “A algunos no los vamos a animar mucho porque nunca recuperaréis vuestro país con debilidad, tenéis que mostrar fuerza”, añadió. Al terminar, los trumpistas marcharon hacia el Capitolio y, tras quebrar el cordón policial, se desencadenó la violencia.
Los legisladores corrieron a refugiarse y Pence fue evacuado, mientras los manifestantes campaban por el interior del edificio, algunos con banderas confederadas y otros disfrazados, aportando una nota tragicómica a la jornada. Uno se sentó en el sillón que ocupa el presidente del Senado; otro, en la oficina de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, a la que, según Associated Press, dejó un mensaje que rezaba: “No nos echaremos atrás”. Murieron cuatro personas, según la policía, una mujer por un disparo y otras tres, por emergencia médicas. La cifra de detenidos ascendía a 52, lo que se antojaba una cifra reducida para el espectáculo vivido, y la policía encontró dos bombas caseras y una nevera con cócteles molotov en las inmediaciones. La escasa preparación del dispositivo de seguridad ante una manifestación que ya se preveía monumental y la lentitud de la respuesta multiplicó las preguntas, sobre todo después de las exhibiciones de fuerza que los cuerpos policiales hicieron durante las protestas del verano contra el racismo.
“Lo que ha pasado aquí es una insurrección incitada por el presidente de Estados Unidos”, denunció el senador republicano de Utah Mitt Romney. “Así es cómo se discuten las elecciones en una república bananera, no en nuestra república democrática”, señaló en un comunicado el expresidente republicano, George W. Bush. Pero es en esa rica república donde esta tormenta se ha ido gestando día a día desde la derrota electoral de Trump, con la connivencia de una ristra de políticos conservadores.
Un grupo de senadores y congresistas republicanos planeaba torpedear la sesión que confirmaba a Joe Biden con el argumento de las supuestas irregularidades en las urnas, pese a que los tribunales no han hallado base a esas acusaciones y los recuentos no han dado lugar a resultados diferentes. El Congreso debía contar los votos certificados por los Estados el pasado diciembre en una sesión conjunta de la Cámara de Representantes y el Senado, un último trámite que requiere la Constitución estadounidense antes de la toma de posesión en dos semanas. Los legisladores insumisos habían preparado una batería de objeciones a los escrutinios de los territorios clave en la derrota de Trump, aunque sin visos de prosperar, ya que para ello hace falta la bendición en la Cámara baja, de mayoría demócrata, y de la Cámara alta, donde solo una docena de republicanos lo apoyaba. El objetivo era por tanto hacer ruido, pero al final, el estruendo vino del otro lado de esos muros.
El cómputo de las papeletas se hacía en voz alta, territorio por territorio, por orden alfabético, y la primera protesta llegó pronto, en la A de Arizona, un Estado que, inclinándose por Biden el 3 de noviembre, escogió a un presidente demócrata por primera vez desde 1996. Cuando comenzó el debate sobre esta objeción, prendió la mecha fuera del Capitolio y se tuvo que suspender la sesión. Mike Pence fue evacuado, los legisladores se refugiaron y se vivieron las escenas más violentas en el Capitolio. Tras lo sucedido, al menos cuatro de los políticos que pretendían lanzar las objeciones cambiaron de opinión, como la senadora de Georgia Kelly Loeffer, que acaba de perder la reelección, alegando problemas de “conciencia”. La objeción fue tumbada y siguió el cómputo en voz alta, con otra larga interrupción al llegar a Pensilvania.
De Trump no se oía nada a esas horas. La red social Twitter había decidido bloquear su cuenta durante 12 horas y Facebook, durante 24, tras borrar los mensajes en los que excusaba la violencia de sus seguidores e insistía en las teorías conspirativas del fraude electoral. “Estas son las cosas y acontecimientos que ocurren cuando se arrebata una victoria sagrada y abrumadora a grandes patriotas que han sido tratados de forma mala e injusta durante mucho tiempo. Id a casa en paz y amor. ¡Recordad este día para siempre”, había publicado en su cuenta. En una declaración en vídeo llegó a decir: “Id a casa, os queremos, sois muy especiales, pero os tenéis que ir a casa”. A raíz de los hechos, cuatro miembros de la Casa Blanca dimitieron, según Bloomberg, entre ellos, el viceconsejero de Seguridad Nacional, Matt Pottinger, y la jefa de gabinete de la primera dama, Stephanie Grisham.
En total, el drama se prolongó durante casi 15 horas. La del miércoles no fue la primera vez que el Capitolio sufría ataques; en 1954 un grupo de nacionalistas puertorriqueños disparó en la Cámara de Representantes e hirió a varios congresistas y en 1998 un hombre mató a dos policías, pero no había habido una turba asediando las Cámaras desde el ataque británico, liderado por el general Robert Ross en 1814, tras la batalla de Bladensburg. Que lo que estaba ocurriendo no era un golpe de Estado se intuía por la Bolsa de Nueva York, que subió un 1,4% y que estaba más pendiente de los estímulos económicos que propiciaba un nuevo Senado controlado por los demócratas que del tumulto que los inversores veían por televisión. Pero murió gente, se pasó miedo, Washington se asomó al abismo. Y ahora, hasta el 20 de enero, quedan dos semanas con un Trump en la Casa Blanca al que nadie en su círculo parece capaz de frenar.