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Democracia en Guatemala, a la sombra de las élites

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Pie de Página

GUATEMALA.- No fue fácil digerirlo. Los abucheos en forma de memes. La burla en forma de emoticones. Los insultos habituales. Generacionalmente, era un evento que lo atravesaba todo: tiempo, espacio e historia. Imaginen: los ricos del país, por primera vez expuestos y cuestionados, en modo de escarnio viral, investigados y señalados por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) de haber aportado dinero de manera fraudulenta a candidatos presidenciales. De haber manipulado con su dinero las elecciones de 2015, y pactar favores con un montón de políticos durante el proceso electoral…

Algo que todos sabíamos que habían hecho por años, pero que se manejaba como ese gran rumor de un río con piedras y sus sonidos. Por eso, esa tarde, al menos ocho megaempresarios habían convocado a una conferencia de prensa donde pedían perdón a todos los guatemaltecos. “Quizás… quizás cometimos un error”, dijeron, no sin deslizar algún gesto de molestia.

Aquella disculpa, por lo menos desde la interpretación comentarista de las redes sociales, imaginen, no era para nada algo baladí. Se la podía comparar, como se analizaba en hilos interminables de Twitter, con una respuesta directa desde la desigualdad y el racismo estructural.Desde el privilegio y la hipocresía.Desde la religión y el genocidio, la economía de monopolios, la industria de la cerveza, el cemento y el azúcar.

Se sentía raro para cualquiera que lo viera. Y al mismo tiempo falso. El sistema nunca, nunca, nunca te pide una disculpa.

Desde luego, los miembros de la élite señalados no fueron capturados. Únicamente se les había dado un aviso. Se tenían que presentar ante el Ministerio Público para “solventar diversas circunstancias derivadas de hechos delictivos o fraudulentos”. Pero tan solo el hecho de imaginarlos en la cárcel se volvía algo poderoso colectivamente.

Ahí estaba entonces la élite en las pantallas de teléfono. Esa noche vi a varios comerciantes cerrando sus negocios sin despegar sus manos de los celulares, viendo cómo aparecían todos esos hombres blancos y elegantes en las pantallas. Felipe Bosch de Negocios Bursátiles Consolidados S.A.; Guillermo Castillo de Cervecería Centroamericana; José Torrebiarte Novella de Cementos Progreso S.A.; Salvador Paiz del Grupo Paiz del Carmen PDC; Fraterno Vila de Ingenio San Diego S.A.; Andrés Botrán del Ingenio Santa Ana; Ramiro Samayoa de Ingenio Pantaleón y Herbert González de Ingenio Palo Gordo.

Un amigo lo comparó todo a la temporada final de Carnivale, una serie que trataba de crímenes y varios eventos paranormales alrededor de un circo que operaba en los años de la Gran Depresión norteamericana. “El circo siempre puede ser un país”, era su argumento base. Durante toda esa serie, el administrador, el maestro de ceremonias (que podría ser cualquier presidente o candidato latinoamericano), ante cualquier problema o reclamo (como un estallido social), solo se limitaba a responder: “Lo consultaré con la Gerencia”. Y la Gerencia, oculta en un tétrico camarote, nunca aparecía en escena.

No es sino hasta la última temporada que, ante la cadencia de las circunstancias, los directores lo presentan a plano, y la Gerencia aparece como un hombre deforme, completamente desfigurado, rodeado de barras de oro, billetes y monedas, al fondo de su oficina apestosa desde donde ha controlado los eventos más importantes que han detonado las escenas más violentas que protagonizan los personajes principales. Una revelación que, según mi amigo, obcecado con esas series interminables, se podría extrapolar fácilmente a la aparición de la élite, pidiendo finalmente una disculpa a la nación aquella noche de abril del 2018.

No es difícil llegar a esa conclusión. La élite de Guatemala ha estado detrás de todos los eventos que han configurado cada elemento de la democracia. Y no únicamente la reciente. Pero siempre como sombras. Como titiriteros. Como la verdadera Gerencia. Tras bambalinas. En la oscuridad. Detrás de todas las elecciones, los partidos políticos y sus candidatos. Por eso, subrepticiamente una disculpa era algo sospechoso, algo que podría interpretarse también como la antesala de algo más grande, incluso la venganza.

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Después de ese evento nacional, muchos personajes de la élite (o al menos sus hijos, los herederos) empezaron a desaparecer de varios eventos culturales. No iban a los conciertos de punk o de Straight Edge (movimiento de hardcore que extrañamente, en Guatemala, es dirigido por jóvenes oligarcas, quienes además respetan sus códices: el veganismo, los tatuajes, el celibato, la abstinencia del alcohol; es una música violentamente poderosa y atractiva, aunque contradictoria).

Tampoco se les veía en las exposiciones de arte contemporáneo. Y se alejaron, al menos los más mayores, como me comentó un amigo cigartender, de los lounge públicos donde se puede fumar puros de la Habana o de República Dominicana. Eso fue antes de la pandemia, antes del 2020. Supe, incluso, de conciertos de hardcore que se llevaron a cabo en los garajes de mansiones del área más ostentosa de la ciudad, pero con acceso de público reducido. Era como si la élite decidiera replegarse y evitar ciertos espacios de convivencia. Quizás por una orden de sus abuelos, los patriarcas y matriarcas de cada familia.

Nunca lo sabremos, pero después de aquella disculpa pública, como me comentó un agremiado de la construcción, muchos megaempresarios, los abuelos de esas familias, no podían dormir tranquilos, esperando que un día la policía tocara a sus puertas de madrugada y los llevara encadenados a los tribunales. Había que considerar una forma de bajar el perfil y el de sus familias. Sobre todo, porque existía una autoconsciencia de lo que habían hecho: manipular todo un país a su antojo durante años sin consecuencias, sorteando leyes y procedimientos. Los delitos realmente habían sido cometidos.

Luego, durante el año electoral de 2019, como me mostró expectante el politólogo Renzo Rosal, durante una de las muchas entrevistas de contexto que tuve la oportunidad de realizarle, había un tema que necesitaba atención, y era cómo la élite cada vez más se ausentaba de las candidaturas políticas de cualquier nivel.

No hay estudios estadísticos al respecto. Se sabe que desde hace un par de décadas existe una disputa por el control político de ciertos territorios en Guatemala, entre el poder tradicional (los viejos ricos) y los poderes emergentes (los nuevos ricos, de capitales no tan claros).

Estuve investigando al respecto durante las últimas elecciones para ver si el tema era viable periodísticamente (cosa que no sucedió) y encontré una entrevista que se le realizó al ex canciller Édgar Gutiérrez donde comentaba ya desde 2011 lo siguiente:

“Es la primera vez, durante el periodo democrático, que veo a los grupos tradicionales en segunda fila en un proceso electoral. Perdieron visión política y tardaron en entender. Van a tener que esperar al próximo gobierno y buscar un acuerdo. Pero llegarán en desventaja, pues su “abono” a las campañas no fue significativo esta vez”.

Como lo predijo el excanciller, las élites aumentaron su “abono” y su dinero sirvió para manipular las siguientes elecciones. Habían reaccionado ante aquella amenaza y desventaja. Y años más tarde estaban ahí, en las pantallas de los celulares de toda la nación, pidiendo una disculpa a marchas forzadas.

Hablé con Gutiérrez sobre este tema. Me contó que el fenómeno es complejo, pero que la élite sobre todo tiene un espíritu de autoconservación, de sobrevivencia a toda costa. La élite no se ha planteado una derrota durante más de 200 años.

Como cuando en la escuela te enseñan que la independencia de Guatemala se declaró en 1821 pero omiten el detalle de que fue la oligarquía liberal la que firmó el documento con la siguiente frase: “Para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.

O cuando la élite, la élite tradicional, orquestó un golpe de Estado en 1954 tras oponerse a una reforma agraria que consistía en limitar el número de hectáreas que una persona o empresa podía poseer, con posibilidad de distribuir la tierra entre aquellos que no tenían nada, absolutamente nada.

Luego, la élite, como me explicó Gutiérrez, “utilizó la “amenaza comunista” a lo largo de las siguientes décadas para soldar la última línea de defensa despertando el sentido de autoconservación por encima de las rencillas e intereses, encontrados entre los grupos económicos, derivados de la diversificación económica y la más fina estratificación social”.

Gutiérrez analizaba la disputa constante por el statu quo. Que no ha sido cosa menor. Porque la élite ha configurado un imaginario colectivo en el que todos quieren ser como ellos. Pero en la realidad todo se queda en algo aspiracional, inalcanzable.

Tengo presente, durante varios años de mi preadolescencia, a aquel profesor de música regordete de un colegio evangélico de clase media, cantando en inglés y bailando por todo el salón de clases con su acordeón aquellas frases de “If I were a rich man (Si yo fuera rico) Ya ha deedle deedle, bubba bubba deedle deedle dum…”. Y todo el salón de niños repitiendo: “All day long I’d (todo el día me la pasaría) biddy biddy bum / If I were a wealthy man I wouldn’t have to work hard (si yo fuera rico no tendría que trabajar tan duro)… Ya ha deedle deedle, bubba bubba deedle deedle dum”. Esa canción que el personaje de Topol del musical El violinista en el tejado —cosa que no sabía entonces— canta emotivamente desde su granero lleno de vacas, caballos y patos. Y que todos cantábamos sin saber que había un trasfondo que nos configuraba cierta relación existencial con el país y su historia. Eso era los que pasaba en los años noventa: “When you’re rich, they think you really know!” (¡Cuando eres rico, todo el mundo cree que lo sabes todo!), como dice en algún punto la canción. Y que, en esencia, era cantar una paradoja.

El primer editor que tuve en una redacción periodística, Luis Aceituno, que podría ser un gurú del periodismo latinoamericano pero que simplemente no ha querido, solía repetir una frase:

“Están esos que creen en el objetivismo y el hipercapitalismo, que esperan que con la libertad de mercado, y la escuela de Chicago, la riqueza se desbordará algún día sobre los pobres. Pero en Guatemala la única forma en que los ricos pueden dejar que la riqueza se desborde será siempre la corrupción. A estas alturas, la única forma aspiracional de volverte rico en Guatemala es siendo corrupto”, decía.

Los actores políticos emergentes, los que disputan el statu quo desde hace menos de dos décadas, provienen de las clases medias urbanas y rurales con acceso a educación.

Según me comentó el excanciller Gutiérrez, se diferencian por tres rasgos fundamentales: a) por lo regular, son la primera generación de ascenso social y de poder, muchos provienen de las provincias y su vocación política y de negocios tiende hacia lo popular o populista, en un amplio rango ideológico, sin definiciones explícitas; b) la base de su acumulación la constituye una relación directa con el Estado por medio de concesiones (los llamaremos los “concesionarios”, con creciente vocación oligopólica), sea en campos modernos de usufructo de frecuencias de telecomunicaciones (televisión abierta y de cable, telefonía y cadenas radiales), en operaciones financieras mixtas (bancos, cooperativas y financieras), mediante contratos tradicionales (los denominaremos los “contratistas”) y concesiones de obras públicas (medicinas, carreteras, puertos, aeropuerto), mediante la alteración de reglas comerciales (operaciones de contrabando de bienes de consumo y subfacturación, “contrabandistas”), o abiertamente ilegales (narcotráfico, tráfico de armas, trata de personas, diversas operaciones de blanqueo de dinero, los de “economía ilícita”); y c) una relación más directa y activa que busca incidir en la conformación de los poderes del Estado (Ejecutivo, Congreso y cortes de Justicia), sea financiando campañas o postulándose directamente y, mediante usos clientelares, determinando decisiones administrativas, proyectos y programas de inversión pública.

Antes de la pandemia, encontré al heredero de un oligopolio cafetalero tradicional en una de las exposiciones que premia el arte emergente contemporáneo en Guatemala. Uno de esos espacios de validación del arte que últimamente ha buscado dar reconocimiento a las propuestas conceptuales de artistas indígenas, cosa que algunos críticos han visto como una cuestión de tutela paternalista de la élite en la conducción del arte contemporáneo. Otra forma de administrar la culpa del hombre blanco, supongo.

Como patrocinador, el joven heredero oligarca estaba obligado a llegar. Su hermano, uno de los pocos casos existentes, había competido como candidato a diputado por un partido político durante las elecciones de 2019, pero no había sido electo. En esa ocasión, en medio de una charla anodina y trillada sobre los resultados electorales, escuché decir al heredero oligarca que estaba preocupado, debido a que los narcos estaban tomando todo el control político. “Los narcos, los shumos, están metiéndose en todos los negocios”, dijo.

Otro politólogo, Hugo Novales, también interesado en este tipo de temas, me había comentado que a la élite le gustan sobre todo los actos de conducción a nivel macro, y han estado más entretenidos en la conducción de proyectos de Estado. Pero, en la última década, la élite ha descuidado el flanco de lo político.

Los poderes emergentes, menos articulados y más oportunistas coyunturales, han aprovechado este vacío para posicionarse. “La porosidad de los partidos políticos a los negocios y su lógica clientelar también convierten la contienda electoral en un frente de batalla ventajoso para los actores emergentes”, me decía.

Aunque indefectiblemente, una vez que estos “nuevos ricos” asumen el poder, la presión de la élite mediante redes familiares empresariales, equipos de cabildeo especializados y sus más de treinta representaciones corporativas de decisión en diversas entidades del Estado, los convertía en algo demasiado pesado, difícil de obviar, y en efecto apareciendo en todo ese entramado como la verdadera Gerencia.

***
Para gran parte de mi generación, resulta muy difícil entender la forma en que muchos de los jóvenes oligarcas están chapeados a la antigua. Es decir, la forma en que niegan el reconocimiento de derechos fundamentales. O ejercen el racismo abiertamente en sus redes sociales. O critican la diversidad de género en defensa de la familia.

Tengo pocos amigos o conocidos (o he tenido muy poco acceso a ese mundo) que tengan vínculos con la élite. Es extraño. A los que tengo acceso son ovejas negras de su familia. Rechazados. Apestados. Intelectuales. Tienen claro sus privilegios.

Por ejemplo, cuando emprenden un negocio no tienen miedo a fracasar, saben que pase lo que pase los recursos son ilimitados. Y que la familia, a pesar de sus reclamos, siempre les termina perdonando y estará ahí para ellos. Si ponen una tienda de tatuajes, o una venta de videojuegos, o una galería de arte, no importa, ya luego ellos verán en qué otra cosa se volverá a emprender.

La política se la dejan para alguien más, ya no es una cosa importante para ellos, a menos que realmente los invoquen para ser los sucesores, pero en realidad, como incluso han comentado, por sus ideas más abiertas e incluyentes los ven como fracasados en este ámbito. La única condición para hacer lo que quieran —al parecer— es mantener “el honor” de la familia, que no jodan el apellido. Punks vemos, padres oligarcas no sabemos.

Pedí la autorización de uno de ellos para intentar publicar varios recuerdos en torno a diversas conversaciones que me parecen importantes para atender ciertos puntos, quizás pertinentes. Mike accedió con la condición de citarlo como “Mike Apellido Impronunciable”. De tal manera que Mike Apellido Impronunciable (de hecho su apellido lleva una diéresis y una x y es en verdad difícil de pronunciar) está un día comentando cómo a su vecina, una adolescente oligarca que se había enganchado a las drogas de diseño, la enviaron a Europa a desintoxicarse mientras la familia explicaba a todo el mundo que se había ido becada al extranjero a estudiar una licenciatura en Economía.

Otro día, Mike Apellido Impronunciable nos contaba que sus abuelos estaban enfrentando una demanda judicial en la que una familia indígena q’eqchí del altiplano guatemalteco les reclamaba una porción de su finca de cardamomo, debido a que en su juventud el abuelo había embarazado (¿violado?) a dos de sus trabajadoras; los demandantes, de hecho, tenían el mismo Apellido Impronunciable de Mike y otro indígena en todos los documentos.

Otro día, Mike Apellido Impronunciable llegó con una anécdota en la que su padre, durante los años ochenta, había defendido con escopetas y granadas la sede del partido Movimiento de Liberación Nacional, el MLN (un partido facho de ultraderecha, bastante violento, que tenía como eslogan no oficial la lucha contra el comunismo), un día en el que habían asesinado a un periodista y entre los manifestantes se había esparcido el rumor de que el candidato presidencial del MLN, Mario Sandoval Alarcón (quien debido a una complicación en la garganta siempre tuvo una voz similar a la de Darth Vader), había ordenado su muerte.

En cierta ocasión, con algunos amigos y amigas de Mike Apellido Impronunciable discutimos sobre cuál sería el mejor ejemplo narrativo de sus infancias en Guatemala dentro de la actual literatura contemporánea nacional. Se supone que los escritores escriben de eso. El mío fue Javier Payeras y su novela Afuera, que trata de un niño de clase media que vive solitario junto a su madre soltera:

“Era difícil que los domingos mi mamá me sacara a pasear a algún lado. Se sentía incómoda cuando tenía que hablar conmigo, porque nunca tenía algo que decirme que no fuera esa burocrática intolerancia a mis defectos. Yo ayudaba con la limpieza a profundidad. Cuando eso se trataba de desalojar el patio de latas viejas o guardar los cachivaches y tirar la basura, mientras la casa entera se llenaba con la música que salía de dos pequeñas bocinas”.

Para Mike Apellido Impronunciable, su vehemente referencia fue decir Maurice Echeverría, un escritor que puede relatar infancias alucinógenas, con niños a los que nunca les ha faltado nada salvo un poco de amor mientras recorren perdidos (y drogados) los pasillos de los colegios más caros de la ciudad. Un escritor que lo ha ganado casi todo, como con su cuento Pura Sangre dieciohera donde narra c’omo un miembro de la élite, luego de que le roban el celular, se enamora de una pandillera (VII Premio Centroamericano Carátula, 2012); o su novela Labios, que cuenta el cortejo y la consecuencia de la relación entre dos lesbianas en Guatemala (Premio Nacional de Novela Corta Luis de Lión 2003) o su novela Diccionario Esotérico (Premio Centroamericano Monteforte Toledo, 2005) donde está escrita la siguiente escena:

“Ahora mismo viene a mi memoria alguien, una bruma… Leticia. Leticia era la empleada, entonces. Y yo un niño: un niño blondo, bello y pulcro. Y por lo mismo no soportaba a Leticia. Sirvienta amargada que sólo me sonrió cuatro o cinco veces en el tiempo en que trabajó con nosotros. ¿Cuál era el motivo de su desdén? Era muy malagradecida. Así son los Enojados del Pueblo, los Pobres. Cierto día, encerré a su hija de cinco años —quien vivía también con nosotros— en el clóset, la desnudé, cuidadosamente inspeccioné su cuerpecito oscuro. Fue mi venganza… Recuerdo haber estado muy excitado. La hija de Leticia no decía nada. Tenía esa mudez de los indios. No dijo nada ni siquiera cuando mi abuela abrió la puerta del clóset y nos reprendió con cierta violencia. ¿Le habrá relatado mi abuela el incidente a Leticia? No, por supuesto. El error de las clases evolucionadas es el morbo. Quiero decir con esto que el mayor superávit de los ricos es sin duda el lujo de la enfermedad, de la curiosidad malsana. Mi abuela aparentó estar enojada por la escena, pero en el fondo le gustó. Cierta vez, me hablaron de una familia muy adinerada cuyo mayor entretenimiento era el incesto. Tenían hijos tontos que escondían en una finca, esto es: innumerables hijos tontos. Como los tontos del ático, pero, en este caso, el ático era una finca de cuarenta caballerías. No: definitivamente mi abuela no le contó nada a Leticia”.

Cierto día, Mike Apellido Impronunciable, narró también algo que le había sucedido a uno de los primos que él más había envidiado en su vida.

Era un primo exitoso. Había salido del país becado para estudiar en una de las universidades más importantes de Francia. Allá pudo explorar su homosexualidad sin remordimientos, sin esa paranoia/preocupación/pesadilla tan real y tan guatemalteca de la oligarquía en la que sus vecinos y conocidos llegan y lo juzgan y lo aniquilan, no a él directamente, sino a su familia y su fracaso.

Cuando volvió a Guatemala, como comentaba Mike Apellido Impronunciable riendo, el primo exitoso tuvo que cambiar radicalmente. Si quería heredar el negocio familiar, si quería conservar sus privilegios, tenía que “reformarse”. Intenté seguir esa historia, hablar con el primo exitoso, entender sus predicamentos.

Pero Mike Apellido Impronunciable, extrañamente, levantó un muro gigantesco por primera vez a todo lo que había contado y puso aún más condicionamientos. Supongo que siempre en defensa del honor de la familia. Tras indagar un poco, solo pude obtener una foto que Mike Apellido Impronunciable había subido a su Instagram, sí, celebrando la boda heterosexual de hace dos años de su primo exitoso, quien ahora es un empresario exitoso y padre de familia.

El excanciller Edgar Gutiérrez ya analizaba este fenómeno tan reaccionario de la élite también en una entrevista de 2011:

“Son conscientes de la necesidad del cambio generacional, y que estos son tiempos de crisis. Tienen magníficos cuadros jóvenes formados en el extranjero, que ahora deberán sudar sus doctorados in situ de negocios, antropología y política nacional. Como no se sabe exactamente qué tanto influyeron las universidades y sociedades liberales extranjeras, deben tutelar la generación del relevo”.

Leo esto y pienso en los nuevos cuadros que ha expuesto mediáticamente la oligarquía en los últimos años. Un Juan Carlos Tefel, joven, estudiado en una respetuosa universidad de Chicago, ex presidente de la Cámara de la Industria y del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) tirando tweets como: “La izquierda radical ha destruido decenas de países y sociedades sin embargo le ponen un nombre “cool” como “progres” y todos la aplauden”. O bien: “Esta es la retórica marxista leninista del siglo XX. Ex guerrilleros marxistas disfrazados de defensores de derechos humanos. Cambiaron las armas por las togas”.

Pienso también en otro heredero del poder de la élite, el diputado Álvaro Arzú Escobar, quien definitivamente sin la estirpe de su padre, la sombra del ex presidente Álvaro Arzú Irigoyen, no sería absolutamente nadie, pienso en él cuando promueve la amnistía desde el parlamento para todos los delitos de lesa humanidad cometidos durante 36 años de conflicto armado interno, con más de 200 mil desaparecidos y asesinados, un genocidio pendiente de juzgar, mientras él desde su teléfono escribe hilos de Twitter como este: “El espíritu de la Firma de la Paz (1996) fue violado por quienes buscan lucrar de los resarcimientos y vivir del odio y la venganza. Las reformas a la Ley de Reconciliación Nacional nos van a permitir poner un punto final y concentrarnos en construir un mejor futuro para todos”.

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Tengo una amiga psicóloga que para divertirse un poco del tedio académico creó en cierto informe una nueva categoría de análisis (que desde luego no publicó) y que bautizó como “los canches”. Ya saben que los académicos necesitan de estas estrategias metodológicas para estudiar un fenómeno.

“Canche” se utiliza en Guatemala para referirse a cualquier persona con rasgos europeos o caucásicos. Algo así como el “gringos” que usamos en toda Latinoamérica para referirnos a los estadounidenses. La etimología de canche, entonces, proviene de uno de los 23 idiomas indígenas que se habla en el país, el kiché, con la palabra “caxlán” cuyo uso se remonta a la época colonial, cuando fue utilizada para referirse a los blancos y los mestizos. Al usarla como categoría de análisis a modo de broma académica, “los canches” se refiere a la élite y a todo lo que hacen y profesan intelectualmente.

De hecho, en mi familia la hemos empezado a utilizar de manera coloquial incómoda. Si gastamos más de lo debido decimos: “Esto es de canches”. Si nos damos el pequeño lujo de comer en un restaurante caro decimos: “Esto es de canches”. La última vez que recuerdo que todos en la familia la utilizamos fue cuando me compré una Xbox Series X con capacidad de retrocompatibilidad y salidas de video 8K para poder jugar los títulos más violentos de la historia. “Es de canches”, resolvió mi madre, a sus setenta y tantos años de edad.

Aunque, de cierta manera, es fascinante utilizar esta categoría de análisis para todo. Porque es obvia y simple y demasiado fácil de entender.

Cuando la élite sale a protestar a las calles por algo tan absurdo como la imposición gubernamental del uso de las mascarillas para evitar el contagio de la COVID-19, lo hace en caravanas de autos de lujo. Bajan la ventanilla y entonces aparecen ellos con sus rasgos rubios, blancos y europeos, siendo lo que son: una categoría de análisis que se puede llamar “los canches”.

Recuerdo cuando se dieron las largas jornadas de manifestaciones durante 2015 donde todos pedíamos la renuncia del presidente Otto Pérez Molina, señalado de haber dirigido una importante red de defraudación aduanera, como parte de una investigación presentada por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Los canches nos acompañaron. Se mezclaron con nosotros. Emocionalmente compartíamos un sentimiento similar al que deviene inmediatamente después de que te han asaltado: frustración, enojo, impotencia… (En mi vida me han asaltado tres veces de forma violenta y es algo que te afecta.) Y eso era lo que se sentía cuando se supo que el presidente y la vicepresidenta de ese momento nos habían robado a todos desde las aduanas.

Los canches estaban ahí, incluso cuando el binomio presidencial presentó su renuncia. Incluso durante el proceso electoral que se dio luego de todos esos eventos. Pero para entonces, los canches entendieron todo como una nueva amenaza al statu quo. Si el pueblo salía a protestar… no vaya a ser que… Y acordaron que había que actuar como la Gerencia. Y manipular con su dinero las elecciones.

Eso fue algo que se supo después. Pero las investigaciones en contra de los políticos corruptos derivaron en buscar también a los corruptores. Y la CICIG empezó a armar casos donde los empresarios, los más importantes de la industria, estaban involucrados. La lista de los grandes empresarios capturados era larga y empezó en mayo de 2015 con Max Quirín, expresidente de la entidad que regula los precios de exportación del café (Anacafé). Quirín había sido señalado por la CICIG en el caso IGSS-Pisa, donde era parte de la junta directiva del Seguro Social que no se opuso a un soborno de 2,3 millones de dólares estadounidenses para un contrato de diálisis otorgado a una empresa de cartón que costó la vida de 50 pacientes renales.

En 2016, uno de los accionistas mayoritarios de Banco Industrial, José Luis Gabriel Abularch, fue arraigado y citado en tribunales, cuando su empresa Aceros de Guatemala, la mayor metalúrgica en el país, fue señalada de haber utilizado 30 empresas fantasmas, en un complejo esquema que tenía como propósito evadir el pago de 100 millones de dólares estadounidenses en impuestos y conseguir devoluciones de crédito fiscal por 1,5 millones.

Ese mismo año, 19 empresarios de alto rango fueron llevados a tribunales por haber financiado de manera ilegal al Partido Patriota, a través de la exvicepresidenta Roxanna Baldetti. Entre los implicados de este caso llamado Cooptación del Estado había expresidentes de la Cámara de la Construcción, miembros de la Cámara de Finanzas, gerentes generales de la industria extractiva de Montana Exploradora y de Claro, la gigante de las telecomunicaciones en Guatemala.

En 2017, el caso Construcción y Corrupción llevó al banquillo a decenas de constructores, acusados de pagar sobornos millonarios al exministro Alejandro Sinibaldi a cambio del pago de deuda por obras públicas realizadas en años anteriores.

Y en 2018, la lista de empresas tuvo una escalada importante cuando el caso Traficantes de Influencias, presentado por la CICIG, daba cuenta de una estructura criminal que funcionaba dentro de la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) dedicada a tramitar expedientes de devolución de crédito fiscal a cambio de sobornos para las siguientes empresas: Maya Quetzal (350 mil 600 dólares), Industria de Tubo y Perfiles S.A. Inturpesa (700 mil 500 dólares), Reforestadora de Palma El Petén, REPSA (5 millones de dólares), Producción y Negocios Industriales (500 mil dólares), Ingenio Palo Gordo (no se concretó el crédito fiscal), Grupo Magdalena (2millones 500 mil dólares). Fue el año en que también se presentó el caso Odebrecht en su versión guatemalteca, pero con el mismo patrón de sobornos a cambio de contratos para la construcción de obra pública.

El punto máximo llegó ese 2018 cuando la cervecería, la industria del azúcar, la banca, fueron acusados de financiar la campaña del ex presidente Jimmy Morales de manera ilícita. Ese fue el día en que los empresarios pidieron perdón públicamente por sus errores. Y fue el día en que la Gerencia dijo basta.

Revisé varias publicaciones luego de esta máxima reacción de la élite. Hay muchas iniciativas académicas, culturales y literarias que intentan comprender qué fue lo que ocurrió durante estos años. Cómo pasaron todos esos canches de acompañarnos en las protestas, gritando con pancartas, haciendo memes para redes sociales… incluso recuerdo que saludé una tarde a los Straight Edge que estaban organizando un concierto estridente en uno de los rincones de la plaza central durante una de las manifestaciones más masivas. Pero luego desaparecieron. Cambiaron su lógica de manera abrupta al sentirse amenazados.

En una de estas publicaciones que encontré (publicada por la editorial Catafixia y el Instituto 25A), Iván Velásquez, el fiscal anticorrupción colombiano que había sido el responsable de haber señalado a la élite de Guatemala de todos estos delitos como jefe de la CICIG, decía:

“La actitud frente a la CICIG cambió desde que se mencionaron empresarios. Fue un proceso gradual. Todos los que iban a la cárcel de Mariscal Zabala se integraban al proyecto contra la CICIG. Ese fue un factor que incidió bastante en el resultado final: permitir que todos los afectados por las investigaciones estuvieran juntos confabulando para organizar un ataque mediático y jurídico, para realizar campañas de desprestigio a las que a principios de 2017 se sumó el presidente Morales con ministros de su gobierno. Luego en junio de 2016 se sumó la fuerza mayor de empresarios, luego de los temores que generó el caso Cooptación. Ellos sabían qué era lo que habían hecho. No solo en cuanto a sobornos, sino en cuanto a financiamiento electoral ilícito, que probablemente era una de sus mayores preocupaciones. Yo les dije a la élite: nosotros llegamos hasta donde la prueba lo permita. Ellos me respondieron que eran muchos, que había que seleccionar, o que mejor le pusiéramos una alambrada al país y que nadie saliera de aquí porque todos estaban metidos en esto”.

Según las investigaciones de Ministerio Público, y gracias a la colaboración eficaz de dos empresarias, se había descubierto una trama de la élite guatemalteca que operó en 2015, inyectando más de un millón de dólares estadounidenses, mediante simulacros de contratación de personal, que fueron a dar a las cuentas bancarias del partido de FCN-Nación. Ese dinero nunca fue reportado al Tribunal Supremo Electoral y eso constituía un delito. En los testimonios de colaboración, se narraba cómo el expresidente Morales fue quien sugirió el mecanismo ilícito para recibir el dinero. Los empresarios, a pesar de algunas alertas dentro del mismo grupo, aceptaron colaborar de forma anómala con el entonces candidato, cuyo eslogan de campaña era “Ni corrupto ni ladrón”.

Tras aquella conferencia de disculpa nacional que incendió las redes sociales, el sentimiento de autoconservación se disparó. Las élites no dejarían que les ganaran en su propia cancha, en el país que han manejado durante siglos. La disculpa se convirtió en una venganza.

Tengo presente el día en que una colega periodista, Jody García, publicó un extenso reportaje sobre cómo la élite había pagado un lobby en el Congreso de Estados Unidos con el objetivo de expulsar del país a la CICIG, que había sido creada mediante un convenio con la ONU.

Ese día yo estaba en las oficinas de las cámaras patronales a la espera de una entrevista que había solicitado con antelación. Primero salieron nerviosos los de personal de comunicación, luego los empresarios bajaron por algún ascensor exclusivo y se disculparon de suspender la reunión. Tenían, dijeron, que analizar otros asuntos.

Desde la ventana del noveno nivel, junto a varios de sus empleados, vimos cómo salió del edificio una caravana de autos de lujo blindados. Después la élite decidió desempolvar la alianza con el candidato que habían llevado a la presidencia. Y Jimmy Morales, el expresidente de Guatemala que durante décadas había sido un comediante conservador, pero con un repertorio de chistes machistas, racistas y misóginos, también acusado por la CICIG para entonces, decidió devolver el favor y poner punto final a las investigaciones. Expulsó a varios investigadores extranjeros. No dejó reingresar al país al Comisionado Iván Velásquez. Y dio por terminado el acuerdo firmado con la ONU, 12 años antes, con el que se había establecido la CICIG para atacar a los poderes paralelos que habían capturado el Estado.

Fue el mensaje más claro que ha dado la Gerencia. No tuvo que salir a desgastarse en directo en todas las pantallas celulares. Aunque fue directo. Le habló al pueblo, a los poderes emergentes, a los políticos, jueces y magistrados, a la comunidad internacional… Entre líneas, o, en resumen, era algo como esto:

“Este país es nuestro. Y nunca será de ustedes”, atentamente: la Gerencia”.

*1983 (Guatemala). Es cofundador de No Ficción, proyecto periodístico sobre narrativa, investigación y datos. En 2019 su trabajo sobre la corrupción en el deporte de Guatemala fue reconocido entre los 15 mejores de Latinoamérica por la Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación (COLPIN). En 2016 ganó el Premio Nacional de Periodismo en Guatemala. También obtuvo el Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa en 2014. Y fue finalista del Daniel Pearl Award en 2013 y del premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano Gabriel García Márquez de 2014. Su trabajo periodístico fue incluido en el libro “El futuro empezó ayer. Apuesta por las nuevas escrituras de Guatemala” publicado por la UNESCO. Ha trabajado como periodista en medios como Plaza Pública, Siglo XXI y elPeriódico. Fue editor general de la revista RARA, especializada en Arte y Arquitectura; y ha colaborado para revista FACTum de El Salvador y Anfibia en Argentina.

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