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De mezquinas lluvias

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CITLALLI MOLINA

Hoy llueve en Tuxtla, dice la gente, seguro hoy sí, porque los pájaros ya piden agua en su canto; llueve, no hay de otra, la señal es este calor del diablo que ningún cielo puede resistir por tanto tiempo, tarde o temprano las nubes terminarán volcando su malestar en una explosión descomunal que arrasará con santos y pecadores…; pero ya es Junio 11 y otra tarde sin lluvia en la capital.

No solo las aves piden agua, los árboles suspendidos en el intento por reverdecer han tirado las flores y los últimos frutos que se secaron antes de madurar, pero extienden sus ramas buscando acercar el gorjeo de las aves hasta el cielo, y hunden sus raíces para alcanzar un húmedo oasis de tierra; arde el asfalto bajo el andar trabajoso del peatón que encoge los brazos en un intento inútil por protegerse del “abraso” que se apropia invisible de los cuerpos, los deseca, los asedia, bebe de los poros húmedos y escupe siluetas de trapo.

Un perro callejero dora su pelaje bajo el sol mientras exhibe la ligereza en su andar como a saltitos; su cuerpo emana un tibio olor a aceite quemado, y por el hocico abierto deja escapar una descompuesta lengua de cartón que se mueve al ritmo de sus pasos; punto para facebook, pensará aquél que desde el interior de un auto climatizado repare en la escena; si no fuera porque desde la acera la realidad es otra, y con las suelas del zapato a punto de hacerse chicle el peatón comprende que en cualquier momento el pobre animal terminará por doblar las patas, aguardando el fin del ciclo que lo reducirá a una insignificante cáscara de chicharrón con pelo.

Si al menos lloviera de una vez, con decisión, lluvia completa, con ganas de ser, pero la lluvia se troza, se adelgaza, se hace del rogar; a veces llega como llovizna a despertar las ansias de la tierra, y cada grieta, efluvio de sol, clama lenta y hunde la tarde en el caliente sopor de una noche sin descanso.

Últimamente, tampoco alcanza la lluvia para todos, a veces es fértil al poniente y mezquina en el oriente; relámpagos y olor a tierra mojada al norte, y aguacero sur; y hay tardes en que el viento se trenza con ella en una danza de apareamiento que acaba lejos, no se sabe dónde ni quién cosecha los frutos.

Fotos: Édgar Hernández

Acá en Tuxtla, por lo pronto, y desde que la alerta amarilla por precipitaciones pluviales dejara de ser noticia en los medios –porque esto de llover cada vez se comprende y se pronostica menos– quedan charcos en las calles deshechas donde los perros anclan a beber, y donde las aves enlodan su plumaje bajo el instinto de la supervivencia.

El sol forma costras de lodo en las arterias, que luego son astillas en los ojos; adherencia de polvo que inflama la nariz, el ánimo y la gramática de peatones y conductores. Escupe y vocifera en lengua de fuego el chofer de la combi, aúlla el perro que abandonado a su suerte dejó la acera y ahora intenta cruzar de un lado a otro de la avenida, presa del ardiente estertor que emana de las bestias mecánicas. A estas alturas el peatón prefiere guardar silencio, un desierto en su garganta hace tormenta de arena y atraganta el decir.

Arde el asfalto y el poste, arde la piel y el cabello, el plástico y el metal, se incendia el día en el ritual de la histeria colectiva. Seguro hoy llueve, piensa el peatón y eleva la mirada justo cuando una enorme gota de sudor resbala por su frente y se diluye en sus ojos. Seguro hoy tampoco –gime lagrimeando–. Maldito Tláloc.

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