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Byung-Chul Han: la desaparición de los rituales nos ahoga

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Byung-Chul Han: el gran filósofo coreano-alemán de nuestro tiempo.

El Manifiesto

Entrevistar a Byung-Chul Han es todo un ritual. Sólo acepta preguntas por escrito y sólo responde en alemán. Como si se asegurara de que su interlocutor está dispuesto a sortear complicaciones. Nació en Seúl, en Corea del Sur, en 1959, y no llegó a Alemania hasta sus 26 años. El alemán no es su primera lengua pero sí en la que se asienta el pensamiento de un filósofo que transmite sus ideas con gran claridad, en libros breves pero intensos que no precisan de una erudición sobrehumana para ser asimilados. Como si supiera a qué tipo de realidad se está enfrentando, una en la que las personas están cansadas, en muchos casos explotadas y en la que los matices entre público y privado se desdibujan hasta casi desaparecer.

Esta cualidad premonitoria de Han tiene en 2020 algo de catártico pues acaba de publicar en España un libro, La desaparición de los rituales (editorial Herder) -Alemania lo leyó el año pasado- que adelantaba lo que ahora sabemos: «que los rituales dan estabilidad a la vida y son en el tiempo lo que una vivienda en el espacio». Sus querencias, el narcisismo exacerbado de la sociedad moderna, la muerte del deseo y la omnipotencia del consumo se analizan desde este ángulo, dibujando un panorama que, más que nunca, exige la rápida actuación del ser humano.

Dice en su último libro que nos han vendido un estilo de vida intenso, y señala que quien espera siempre lo nuevo, lo estimulante, pasa por alto lo que ya existe. ¿Puede la pandemia reconducirnos a una vida distinta?

Algunos sociólogos ya están difundiendo un romanticismo del coronavirus. Hablan de desaceleración o de sosiego. Según ellos, esta sería una oportunidad. Volveríamos a tener tiempo para prestar atención al canto de los pájaros o para detenernos a oler el aroma de las flores. Pero conviene mantener un cierto escepticismo. Lo que probablemente sucederá es que tras la epidemia el capitalismo avanzará aún con mayor ímpetu y que nosotros viajaremos aún con menos escrúpulos. La presión para aportar rendimiento, para optimizarnos y para competir seguirá aumentando. En este momento el capitalismo no está siendo desacelerado, sino retenido. Reina una paralización nerviosa, una calma tensa. No nos abandonamos al sosiego, nos han obligado a una inactividad. La cuarentena no es un tiempo de tranquilidad. No se producirá ninguna revolución viral.

¿Acepta que se ha acelerado lo que usted plantea en su libro, que los rituales están desapareciendo?

La pandemia remata la desaparición de los rituales. También el trabajo tiene aspectos rituales. Uno va al trabajo a las horas fijadas. Y el trabajo se hace en comunidad. También el coworking o trabajo cooperativo apunta al carácter comunitario. Pero en el teletrabajo, al que la pandemia obliga, esta dimensión ritual se pierde por completo. En El principito de Saint-Exupéry el pequeño príncipe le pide al zorro que lo visite siempre a la misma hora, para que la visita se convierta en un ritual. El principito le explica al zorro qué es un ritual. Los rituales son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo, como si fuera una casa. Ordenan el tiempo y de este modo hacen que tenga sentido para nosotros. El tiempo carece hoy de una estructura firme. No es una casa, sino un flujo inconstante. Antes era también todo un ritual ver un programa de televisión un determinado día de la semana a una determinada hora, toda la familia. Hoy se puede ver un programa a cualquier hora, cada uno por su cuenta. Eso no significa directamente que tengamos cada vez más libertad. La flexibilización total de la vida también acarrea pérdidas. Los rituales no son simples restricciones de la libertad, sino que dan estructura y estabilidad a la vida. Consolidan en el cuerpo valores y órdenes simbólicos que dan cohesión a la comunidad.

En los rituales experimentamos corporalmente la comunidad, la cercanía comunitaria. La digitalización descorporiza el mundo. Y a esto se suma ahora la pandemia. Ella agudiza la pérdida de la experiencia corporal comunitaria.

Otra consecuencia es la pérdida de imagen pública. ¿Podría el rostro convertirse en una prerrogativa de la intimidad?

No me gustaría recibir los últimos sacramentos de un sacerdote que lleva puesta una mascarilla protectora. La pandemia está poniendo de manifiesto que vivimos en la sociedad de la supervivencia. Sobrevivir lo es todo, como si nos halláramos en un estado de guerra permanente. Todas las fuerzas vitales se emplean hoy para prolongar la vida. En vista de la pandemia la sociedad de la supervivencia prohíbe las misas incluso en Pascua. Hasta los sacerdotes practican la distancia social y llevan mascarillas protectoras. Sacrifican completamente la fe a la supervivencia. ¿La caridad? Se expresa guardando la distancia. El virus derroca a la fe. Todo el mundo está pendiente de lo que dicen los virólogos, que adquieren así el monopolio absoluto de la interpretación. La narrativa de la resurrección queda totalmente desbancada por la ideología de la salud y de la supervivencia. Ni siquiera el Papa Francisco es una excepción. San Francisco abrazaba leprosos…

El ritual que más ha visto acelerada su desaparición con la Covid-19 ha sido el del duelo.

En los ritos de duelo la aflicción se mancomuna. Facilitan el proceso individual. La ceremonia funeraria se aplica como un barniz protector sobre la piel, que la aísla para preservarla de las atroces quemaduras ante la muerte de una persona amada. Y los últimos sacramentos facilitan la muerte, dan apoyo al moribundo. Los rituales son también dispositivos de protección. Cuando desaparecen, nos sentimos a la intemperie. Por eso he escrito que los rituales son técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el estar en el mundo en un estar en casa. Convierten el mundo en un lugar fiable.

Algo positivo es que, mascarillas de por medio, cobran mayor importancia las miradas: ¿incidirán en un regreso a la seducción y hacia la empatía?

Hoy ya solo miramos nuestro smartphone. Cada vez nos miramos menos entre nosotros. Incluso la madre está mirando permanentemente su smartphone en lugar de devolverle la mirada al niño. En la mirada de la madre el niño encuentra apoyo, confirmación y comunidad. La mirada de la madre infunde una confianza primordial. La falta de mirada provoca un trastorno en la relación consigo mismo y con los demás, y es también causante de la actual pérdida de la empatía. En mi libro La expulsión de lo distinto escribí que el otro se revela sobre todo como mirada. El smartphone y la digitalización hacen que vivamos en una sociedad sin mirada. La comunicación digital tiene consecuencias negativas en nuestra relación con el otro. Cada vez perdemos más empatía. Hace 10 años, la famosa artista de performances Marina Abramovic hizo una memorable en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que consistía en un ritual de la mirada. Durante tres meses permaneció sentada en una silla, ocho horas al día, mirando fijamente a los ojos a la persona que estaba sentada enfrente. Fue un evento muy emocional. Algunos se sintieron tan sobrecogidos por la penetrante mirada de la artista que rompieron a llorar. Pienso que la mirada puede sanar, que puede sacarnos del aislamiento narcisista. Imagínese usted que a causa del coronavirus Marina Abramovic llevara puesta una mascarilla durante su performance. Su mirada no produciría ningún efecto. Pienso que el rostro enmascarado aísla a las personas sin que lo noten y acelera la desaparición de la empatía.

Hay quienes dicen que, tras la pandemia, el mundo, o el ser humano, será otro. Y quienes mantienen que seguiremos mostrando la misma miseria de siempre. ¿Habrá cambios que se mantengan o todo depende de la vacuna?

De una manera imperceptible la distancia social acabará dejando sus huellas. Ya se está convirtiendo en un acto de distinción social. Solo los ricos se pueden permitir la distancia social. Se retiran a sus villas en el campo, mientras que los pobres siguen teniendo que viajar al trabajo desde los suburbios en trenes repletos. La pandemia amenaza a nuestro liberalismo. Pronto se impondrá la evidencia de que, para combatirla, conviene centrar la mirada en el individuo. Pero el liberalismo no permitirá que esto se produzca sin más. Una sociedad liberal consta de individuos con libertad de movimiento, que no toleran la intervención estatal. La protección de datos impide la vigilancia de los individuos y, como la sociedad liberal no cuenta con la posibilidad de tomar al individuo particular como objeto de la vigilancia, lo único que le queda es un shutdown o cierre total con enormes consecuencias económicas. Occidente pronto se dará cuenta de una verdad fatídica: que lo único que puede impedir ese shutdown es una biopolítica, una vigilancia digital del cuerpo que permita acceso irrestricto al individuo. Pero darse cuenta de esto significa el final del liberalismo.

Usted quiso estudiar literatura, dice que ya que ya nadie lee poesía y que esto es otro síntoma de la pérdida de rituales.

En los poemas juega el lenguaje. Al hacer poesía, jugamos con el lenguaje. También el ritual es un juego. Uno de los motivos, y no el menos importante, por los que hoy apenas leemos poesía es que hemos olvidado lo lúdico. A cambio, leemos muchas novelas de intriga. Las novelas de suspense proporcionan un desvelamiento progresivo de la verdad, como si fuera un destape. Ese desvelamiento es pornográfico. En la pornografía, la verdad es el sexo. No leemos poemas aguardando la verdad final. No tienen nada que desvelar, no permiten una lectura pornográfica. También en la sexualidad hemos dejado de jugar, lo que cuenta hoy es el rendimiento. También en el amor se está perdiendo lo lúdico. En la época de Tinder ya no hay seducción ni rituales de seducción, se va directamente al asunto. Pero lo erótico es el juego con las cosas secundarias. Librémonos de la idea de que todo placer procede del cumplimiento de un deseo. Solo la sociedad de consumo se rige por los deseos. En un juego compartido yo no trato de satisfacer mi deseo. No estoy afirmando que debamos regresar al pasado. Más bien abogo por inventar nuevas formas de actuar y de jugar en común, formas que se desarrollen más allá del ego, más allá del deseo, más allá del consumo, y que generen una comunidad. Mi libro apunta a una sociedad venidera. Con la pandemia experimentamos hasta qué punto son importantes los juegos y los rituales. Ni siquiera se nos permitía comer juntos. Juntarse para comer no se puede digitalizar».

Respuestas del autor traducidas por Alberto Ciria.

© El Mundo

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