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Acteal, el sueño que continúa

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Por Mariana Morales

Agencia Reforma

Acteal. “Me llamo Ernestina Pérez Luna y cuando fue la Masacre de Acteal tenía 10 años. Mi papá y mamá muertos quedaron encima de mí, y yo bañada en sangre. Quienes sobrevivimos vimos como los hombres que dispararon huyeron a la loma, los niños lloraban y yo acostada cerré los ojos, como dormida me hice la muerta. Entre los cadáveres estuve 6 horas, parada, sola, tenía escalofríos y miedo, después llegaron unas personas a ver si ahí había gente viva”.

Ahora tiene 32 años y habla desde la misma vivienda de donde fue desplazada junto con su familia días antes en que paramilitares indígenas asesinaran con saña a 45, de los 325 tzotsiles que rezaban en una ermita, en vísperas de Navidad.

Para esos días este pueblo andaba agitado, disparos por aquí, por allá, la casa de palma de Ernestina Pérez incendiada y antes de huir, ella entre el fuego cruzado. Actualmente las paredes de la nueva casita es de madera, techo de lámina, piso de tierra, un patio con pollos y a 500 metros de distancia una parcela con maíz; entre la vivienda y las siembras hay un río, y un gato sin nombre que va y viene de la casa a los cerros.

Después de aquella masacre terminó la violencia en este pueblo de 400 habitantes, pero en la vivienda de Ernestina Pérez, el sueño que simuló cuando esos  sicarios la atacaron hace casi 21 años, continúa. Hay tristeza, enfermedad y a ratos mucho sueño.

A su edad, el resto de las mujeres del pueblo desde los 15 años buscaron marido y han tenido unos cuatro hijos, en cambio ella, delgada, piel tostada y su pelo hecho una trenza, ocupa su tiempo en preparar las tres comidas para sus hermanas sobrevivientes: Zenaida de 25 años y Roselia de 23, la primera ciega por un disparo en la cabeza a los 4 años y la otra, con 2 años no recuerda la tragedia y prefiere andar en silencio.

El único momento en que Ernestina Pérez y sus hermanas salen de casa y del pueblo, es cuando viajan dos horas en góndolas de camionetas al Hospital de “Las Culturas” en San Cristóbal de las Casas, van a buscar la cura de los males que surgieron tras la tragedia, dolores de cabeza, espalda, cansancio y mareo.

También lo hacen cuando algún médico de la farmacia genéricos les receta algún jarabe que promete desaparecer la tristeza que a ratos le da ella, y a Zenaida. “Después de eso, no salen… se esconden”, dice Fernando Luna, primo, sobreviviente y traductor de las hermanas.

La última vez que la indígena pensó en ganar un dinero, su cabeza se llenó de acertijos. El negocio de artesanías poco la convenció porque los turistas, ni se asoman por este pueblo que en un día se volvió famoso por la matazón de indígenas, la venta de “chicles” en los cruceros de la capital fue descartada por temor a que nuevamente, fuera víctima de un crimen.

“No sé ni cómo empezar, cómo trabajar; por eso me quedé aquí, el miedo sigue y los recuerdos poco a poco se borran”, le dijo una mañana a Fernando, quien había regresado a Acteal tras años de empelarse como mesero en un restaurante de la Ciudad de México.

Ni los llamados de auxilio que estas sobrevivientes hicieron en el 2015 a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), ni el intento de hablar con el Presidente Andrés Manuel López Obrador cuando Rutilio Escandón tomó protesta como nuevo Gobernador de Chiapas, funcionaron. Por eso una tarde del 2018, Ernestina Pérez se perdió por unas horas en los cerros de Acteal para recolectar plantas que le dijeron son curativas.

Los  domingos son de iglesia para todos los Pérez y por eso, no guardan coraje a los asesinos. A los sicarios que se dicen inocentes y que ahora viven en casas de cemento en la comunidad Palo Seco en el municipio de Villaflores, ya los perdonaron.

“La culpa fue del Estado (en ese entonces a cargo del Presidente Ernesto Zedillo y Gobernador Julio César Ruiz Ferro)”, dice la indígena. La mañana del 22 de diciembre de 1997, varios hombres dispararon al grupo neutral autodenominado “Las Abejas” quienes rezaban para pedir paz en el Pueblo debido a que se habían quedado en medio, ante el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y la molestia de militantes priistas.

Si dejar la escuela y los amigos  fue un acto de amor, Ernestina debería sonreír frente a esta familia a quien la Masacre le robó mucho ánimo de vivir, pero no es así, poco arquea la boca. “Yo creo que este es un pueblo diferente, los sobrevivientes casi no salen de sus casas, algunos se esconden, las mujeres y hombres  no tienen novios y hay mucho cansancio”, dice Fernando. “Estoy seguro que aquí algo malo va a volver a suceder, no sé qué es pero este sueño que da en Acteal para mí no es normal”.

 

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