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A la deriva del petróleo

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Pie de Página

PERÚ.- Son las diez y cuarenta y cinco de la noche. Silencio mi celular, le doy vuelta al teléfono sobre la mesita de madera, apago la lámpara y me quedo dormido acariciándole la panza a mi perro. Sueño que camino por la playa. El mar apesta a petróleo. Sobre la arena veo cadáveres de pelícanos, garzas, gaviotas, halcones, tortugas y peces. El mar oscuro los escupe sobre la tierra muerta. Miro mis manos y están aceitosas y negras hasta las uñas. Me paso las manos por la cabeza y descubro que chorreo crudo por mi mandíbula. La boca me sabe a gasolina. Alguien a mi lado arroja una colilla encendida sobre la piel del agua. El océano se convierte en un huracán de fuego que devora al mundo.

Me despierto antes de las seis de la mañana. Repaso las noticias sobre el reciente derrame de crudo en el Perú. Once mil barriles vertidos en el litoral de la provincia del Callao. Catástrofe ambiental para el ecosistema marino, innumerables peces y aves muertas; tragedia económica y humana para los pescadores artesanales de Bahía Blanca en el distrito de Ventanilla. La responsable: la multinacional energética petroquímica española, Repsol. Empresa que ocupó el puesto 46 entre las 100 empresas encargadas de contaminar con al menos el 70 por ciento de las emisiones industriales de gases invernadero entre los años 1988 y 2015, según el estudio Carbon Major Report, publicado en 2017. El puesto número 46 en ese top 100 de empresas multimillonarias responsables del cambio climático durante casi 30 años.

Voy al baño y me lavo los dientes con el cepillo que tiene cerdas planas, es suave con mis encías y es capaz de remover la inmundicia más enquistada entre los dientes. Me pongo una pantaloneta para trotar, escojo la que tiene el interior licrado para mayor comodidad de mis pelotas. Salgo de la casa y corro cinco kilómetros. Los hago en 32 minutos. Hace rato no soy capaz de hacerlos en menos de media hora. Estoy hecho una morsa. Le echo la culpa a los automóviles que pasan y expulsan sus gases que respiro en mi ruta. Malditos combustibles de mierda, digo. Tanta toxicidad no permite que yo tenga un mejor performance. Observo el cielo gris cargado de smog y de gases de efecto invernadero. Alguien a mi lado tose con escándalo. Escucho las bocinas de los autos atrapados en un trancón cercano.

Regreso a casa. Tomo agua del purificador que tengo en la cocina. Miro en mi celular las noticias y me entero de que el fondo del mar de Ventanilla aún está repleto de petróleo. La tragedia se agrava. El mundo ahogándose en petróleo y seguimos como si nada. Claro, las ganancias de este negocio son multimillonarias y aseguran un confort artificial en detrimento de todos los seres vivos que vivimos en este planeta. La riqueza y el confort por encima de todo. Solo en el año 2020, según el Fondo Monetario Internacional, la industria de los combustibles fósiles recibió alrededor de 6 billones de dólares. Eso significa que cada minuto de cada día de cada semana esta industria recibió 11 millones de dólares (también durante cada minuto en los que dormíamos y soñábamos con el fin del mundo).

Me saco las zapatillas del running hechas con tejido de nailon y taloneras de plástico, arrojo la pantaloneta licrada en el cesto plástico de la ropa sucia, pongo un CD de Juan Gabriel en el reproductor de audio que tengo emplazado en el baño. Bailo y canto en la ducha. Estoy frente al abarrotado Palacio de Bellas Artes con un traje de lentejuelas doradas. Termino mi presentación. Descorro la cortina transparente de polipropileno. Mi perro me recibe batiendo su cola con frenesí. Lo consiento. Acaricio su barrriga. Me pongo desodorante rico en cyclomethicone y fragancia de pinos sintéticos. Me visto con camiseta de algodón y una chaqueta de cuerina, hace frío y quiero protegerme del helaje bogotano. Me calzo unas botas con agujetas sintéticas. Pongo a hacer café en la cafetera de vidrio y base plástica. Me preparo para la entrevista del día. Repaso las preguntas que voy a hacer. Le sirvo una buena porción de concentrado a Maxi, mi perrito dorado. Desayuna con fruición. Se ve feliz mientras come.

Inicio la sesión de Zoom programada con el Ingeniero de Petróleos, Fernando Torres. Me cuenta sobre la historia del petróleo, sobre los grados API que sirven para medir la calidad del crudo en relación a su gravedad específica y densidad. Cuantos más grados API tenga será de mayor calidad, y sus productos serán más refinados y costosos. El ingeniero Torres me cuenta acerca de las las condiciones geológicas -temperatura y presión- y de depositación de material orgánico en algunas áreas. Esta mezcla de factores hacen que el mejor petróleo se dé en ciertos territorios como Kuwait, Irak, Arabia Saudita o Venezuela. Le planteo lo del derrame en el Perú, lo de lo tóxicos que son los gases provenientes de los combustibles, lo de las millonarias ganancias que recibe la industria, lo de la indolencia generalizada con el medio ambiente y el bienestar humano y animal. Él me escucha con atención y me explica que de un barril de petróleo, sólo alrededor del 56 por ciento se emplea para hacer gasolina y diesel, es decir sólo el 56 por ciento va a parar como generador de energía de autos, aviones y demás máquinas transportadoras. Me dice que el restante, el 44 por ciento (casi la mitad) se utiliza en la industria petroquímica y los derivados del petróleo.

El ingeniero Torres me pide que le cuente mi día. Son las nueve y media de la mañana. No hay mucho que contar, es muy temprano todavía. Insiste. Le cuento lo que he hecho. Él me explica que mi cepillo de dientes, por ejemplo, al igual que mi pantaloneta licrada, mis tenis para correr, la carcasa de mi teléfono celular, el cesto de la ropa sucia, la cafetera que mantiene el café caliente, el CD con el que canto y bailo Juan Gabriel, la cortina de la ducha y el desodorante que previene el mal olor de mis sobacos están hechos o contienen algún derivado del petróleo. Y continúa, señalando lo que llevo puesto: la chaqueta de cuerina, las botas con sus agujetas sintéticas y el chicle que masco frente a la pantalla del computador también. Sacudo la cabeza con incredulidad.

“Incluso la comida que le pusiste a tu perro tiene glicerol y propilenglicol, dos sustancias derivadas del petróleo que aseguran que eso que le gusta tanto a tu perrito se mantenga fresco y con buen grado de humedad”, me dice el ingeniero, quien continúa con el rosario de productos provenientes del mar negro de mis pesadillas nocturnas.

Los colorantes como la tartracina, conocida como E102 o Yellow 5, está presente en los snacks amarillos como los doritos o los cheetos. La tartracina puede producir hiperactividad infantil. El Red 3 o erythrosina se utiliza para agregarle color a las gomitas azucaradas rojas y puede estar asociado al cáncer de tiroides, al igual que el Red 40 que se le echa a algunas papas Pringles y a los chocolates M&M. La cera de parafina, derivada del petróleo, la tienen algunos chocolates y chocolatinas, y el aceite de soja hidrogenado con TBHQ está presente en los nuggets de pollo, galletas de soda y algunas pizzas precocinadas.

Le digo al ingeniero Torres que todo eso que mencionó es comida chatarra y afortunadamente no la consumo. Que es muy importante el etiquetado frontal en todas las cajas y paquetes para saber qué estamos comiendo. Que es impresionante la cantidad de basura que comemos desde niños. Que yo comía doritos y cheetos como si no hubiera mañana. Que fui adicto a esa comida de paquete por años, pero que afortunadamente ya no la como más. Que yo solo consumo productos comprados en la plaza de mercado, provenientes del campo. Tomates chonto, cherry y uvalina; zanahorias chantenay, danvers o nantes; cebollas moradas, largas u ocañeras; plátanos maduros y verdes, papas sabanera y pastusa, habichuelas, pimentones, fresas, feijoas, mandarinas, duraznos, ciruelas y un largo etcétera de origen natural.

El ingeniero sonríe y me explica que la industria del agro de donde provienen la mayoría de los productos de la plaza emplea fertilizantes y pesticidas derivados de petroquímicos. Y eso si solo se habla de las técnicas de cultivo y siembra, porque si se tienen en cuenta los motores de las máquinas cosechadoras, los motores de los tractores y de los camiones que sacan el producto del campo a las plazas de mercado (solo en el mercado local, sin tener en cuenta las importaciones y exportaciones en este mundo globalizado) el petróleo empapa toda la cadena productiva y de consumo que va desde la siembra de semillas del tomate, por ejemplo, su cultivo y cosecha, hasta que llegan a la mesa aderezados con limón, sal y aceite de oliva, en una jugosa y nutritiva ensalada.

El ingeniero se despide y me desea suerte. Cierro la sesión y apago mi portátil. Me percato de que mi laptop, sus teclas con las que escribo este texto, sus esquinas y marcos negros están hechos de algún derivado plástico, es decir, de petróleo. Tomo agua del purificador de tecnología coreana y noto que el envase, así como la tapa y otras piezas son derivadas del petróleo. Tomo una manzana roja del frutero, la muerdo y pienso que es así de sabrosa debido a las sustancias petroquímicas que la fortalecieron y mantuvieron a salvo de las plagas. ¿Qué estoy comiendo?, me pregunto.

Mi perro me mira de reojo y me exige paseo por el parque. Salimos a la calle. Está lloviznando y le pongo un impermeable plástico que proviene del petróleo. Me cubro con un paraguas cuya tela elástica deriva del petróleo. Caminamos bajo los árboles urapanes y los eucaliptos color lavanda. El canto de los pájaros es engullido por el sonido de las ambulancias. El cielo sigue cargado de gases de efecto invernadero. La luz es gris. El perro corre alrededor mío. Le arrojo la pelota azul derivada de algún componente petroquímico. Corre, atrapa la pelota, a veces en el aire, a veces arrastrada sobre el césped. Me la trae. Se la vuelvo a arrojar. Así pasan 40 minutos en los que la industria de los combustibles fósiles ha ganado 440 millones de dólares. Yo mismo he contribuido con la compra de la pelota con la que juego con mi perro. Con el impermeable, la sombrilla, mi chaqueta, mis botas y cientos de cosas más que no logro enumerar.

Regreso a casa arrastrando mis botas. Paso por una farmacia para comprar condones. Si bien el látex es una sustancia que se extrae del árbol de caucho, también puede ser obtenido sintéticamente de la polimerización de derivados del petróleo. En ninguna de las cajas de las marcas disponibles se encuentra la aclaración del origen del látex. Compro los que suelo comprar. Espero que no deriven del petróleo. Dios Santo. Qué pensará mi novia cuando le cuente todo esto. Llego a casa. Preparo el equipaje. Hemos planeado pasar unos días en la montaña. Mi novia, mi perro y yo.

Empaco algunas cosas para hacer un par de cenas, desayunos y almuerzos. Verduras, huevos, chocolates, espaguetis, aceite, frutas, nueces, latas de atún. Todo lo acomodo en el baúl del carro que utiliza gasolina para que funcione el motor. Me demoro cuarenta y cinco minutos en llegar a su apartamento que queda a veinte calles del mío. El tráfico de Bogotá está imposible. Lleva años siendo imposible. Ahora es peor. Con la pandemia mucha gente, temerosa del contagio en el transporte público, compró carro. Más gasolina. Más combustión. Más contaminación. Más demanda para la industria del petróleo.

Recojo a mi novia. Tiene el pelo suelo y los labios pintados de rojo. Está radiante. Siento alivio al salir de la ciudad y su imperio de combustibles fósiles. Alexa sonríe, canta alguna canción del CD de George Harrison que acaba de poner. Se ve hermosa con el viento alborotándole el pelo. Con los potreros verdes pasándole detrás de la cabeza. Me siento mejor. En la frescura del campo encontraré algo de paz. En los deliciosos labios rojos de mi novia. En esos labios pintados con aceites minerales e hidrocarburos saturados derivados del petróleo.

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