CITLALLI MOLINA
Quién no desdobla sus pasos apenas cruza la entrada de un mercado, quién no aligera la marcha o la detiene, duda, se ensimisma, se apronta, se complace y se sofoca, y ya en el tránsito del viaje, presa de un episodio atemporal, disforme y surreal puede negar que los mercados tienen vida propia.
Hoy son arterias subterráneas palpitando bajo la mancha urbana; lóbregos algunos, esquivan la luz y existen como el interior cavernoso de un cuerpo que a simple vista todos creen conocer pero que aloja dentro mecanismos misteriosos que trabajan sin descanso, fluye, se colapsa, rumora, palpita como órgano central, como matriz que engendra ocultamente la vida.
Hay olores fermentándose a propósito, duras expresiones que el tiempo labra en los rostros de los vendedores, grietas de luz en sus miembros, provocación en el diálogo; el habla en los mercados es una marca en el aire que densifica la atmósfera para confirmar que la vida en su esencia no es ligera.
Mercado, ya no es un término en la jerga cotidiana, en cambio sí lo es supermercado y se nombra y se frivoliza; pero en toda la extensión de su simpleza, el término “mercado”, provoca en quien lo dice y lo piensa cierto estado de tensión, de anticipación tendenciosa, por lo que de humano se juega en la visita, y no hay rechazo en ello, sino complicación. No conozco hasta ahora alguien que afirme su rechazo al mercado, que niegue un gusto secreto, una cosquilla por algo que va hallar ahí, y que no existe en ningún otro lugar, como cuando niños nos encantaba revisar la morraleta de la abuela que volvía del mandado, y entre el aroma intenso de la verdura, la hierba y el copal, se llegaba al bloque de puxinú adherido al plástico transparente que lo contenía; todavía hay quienes conservamos el gusto por explorar morraletas, que nada tienen qué ver con la mezquina bolsa del supermercado.
Pero no se dice voy al mercado, como se dice voy al súper, como se dice y se presume voy a la plaza, y qué curioso ¿no?, porque en el mercado uno se encuentra y en la plaza uno se pierde. Algo de autodesprecio hay en esta obcecación humana por estarse perdiendo todo el tiempo.
Llevo rato yendo y viniendo delante de la fila de vendedoras con camisa de olán y falda floreada. La trenza gris cae de igual forma en el costado o se levanta en puntita sobre ella misma con un pasador. Ofrecen limón y chayote, guayaba y frijol tierno, pepita molida, elote y hoja de yerbasanta… Repaso la escena con la insistencia del obsesivo que no puede desviar la vista de aquello que le perturba, porque lo cierto es que cada silueta completa a la otra, cada gesto es signo que emite signos para construir el discurso silencioso de los ojos y las manos, de la piel que se entrega a las horas absoluta y confiada.
Me detengo en el vendedor de huaraches de cuero, y veo andares, caminos surcados por el paso campesino templando su tierra, fijos los ojos al suelo, ocultos bajo el ala del sombrero. Me detengo en la fruta de infancia, néctar de sol en el níspero que vuelve ahora como sorpresa, y que uno no sabe si es cierto o se lo inventa para, de algún modo, dejarse seducir otra vez por lo sencillo. Cada manojo de hierba pregona su encanto en el aroma, y guarda un secreto en el cuidadoso doblez dispuesto con las manos. Adelante me detiene un ramito de jazmín en metamorfosis a dulce de leche; veo la melcocha en hoja de maíz y por una calle empedrada del pueblo, pasa una niña ofreciendo su venta pequeñita.
No me espanto, sé que el mercado no esconde, muestra; en cambio la plaza esconde, esconde bien y simula, permite escapar un segundo de lo humano inaceptable. Es el tiempo de perderse, por la pena que da estrellarse un día con aquello que, de pronto, resulta ser uno mismo.
El olor a camarón, albahaca y esencia siete machos se reparte entre mi nariz y mi garganta; un par de pasos más y tengo el vapor de la moronga hasta los labios; luego, a la derecha el sebo del cerdo crudo dificulta la respiración y la náusea confirma el gran viaje; pero el café recién molido limpia el aire; el queso y el cacao despiertan la protesta del estómago…; sudo, resbalo con una cáscara de mango, alguien extiende la carne jugosa de un fruto que no resisto probar, siento correr el néctar por mis dedos. A estas alturas escucho conversaciones incompletas, pactos de comerciantes, albures, charlas sin prisa y sin pena. Aquí lo humano hace catarsis en la acidez de un vapor que purifica.
De un salto irrumpo en el otro extremo, me compongo el vestuario y me aferro al bolso. Vengo de un sueño, me albergó el tiempo y los abuelos. Tiendo la mano pegajosa y la retraigo, hace calor afuera, bufa su histeria la calle. Vengo de un sueño, repito, la evidencia es que mi nariz estornuda copal y lavanda, y que de aquel mundo pude traer a este destierro un canastito de mimbre para mi hija.