ÉDGAR HERNÁNDEZ RAMÍREZ
Con la tolerancia y complicidad de gobiernos anteriores, el Movimiento Obrero Campesino Regional Independiente (Mocri) se constituyó en una poderosa organización cuya fuerza siempre estuvo sustentada en su potencial desestabilizador a través de manifestaciones violentas, principalmente en la capital del estado. El vandalismo y el temor generado en la ciudadanía, fueron sus mejores armas de negociación ante funcionarios timoratos que prefirieron establecer una relación perversa con propósitos políticos, a poner un alto al chantaje como método para obtener recursos públicos y prebendas que rayaban en la ilegalidad.
Bajo el cobijo de esa perniciosa relación con el gobierno, los líderes del Mocri ampliaron su base clientelar promoviendo más invasiones en varios municipios del estado, pero particularmente en la zona Centro, donde los terrenos tienen más plusvalía y son más atractivos para la gente que quiera hacerse de uno a través de la ocupación ilegal.
Coludidos con las autoridades del sector y altos funcionarios estatales, y seguros de la impunidad que los protegía, los dirigentes extendieron también sus tentáculos hacia el transporte agenciándose varias rutas de taxis colectivos en la periferia de la capital bajo el estatus de “tolerados”, es decir, irregulares, fuera de la normatividad con la que se entregan las concesiones.
El círculo de la complicidad se cerraba en época de elecciones para jalar votos a favor de los candidatos oficiales o bien actuando como grupo de choque al servicio del gobierno para atacar enemigos políticos, organizaciones adversarias, o para generar un clima de inestabilidad falsa que pudiera ser capitalizada por funcionarios que buscaban consolidar su poder en una estructura gubernamental acéfala. En este sentido, no era casual que los mismos integrantes de las fuerzas de seguridad estatales aseguraran que muchas de las protestas, de los bloqueos, de los actos vandálicos sin reacción de la policía, estaban manipuladas por el propio gobierno.
Sin embargo, con la llegada de la nueva administración estatal, los lazos que unían la red de complicidades se debilitaron. El Mocri –alentado por exfuncionarios gubernamentales coludidos con intereses en el sector inmobiliario—quiso restaurar esos vínculos perniciosos en los que fundamentó su fuerza; el contexto político-social agitado por las protestas incesantes de maestros que reclamaban pago de adeudos, bloqueos recurrentes en carreteras, las manifestaciones vandálicas de normalistas y la inseguridad galopante, era un escenario propicio para presionar al gobierno y someterlo a la lógica del chantaje y el contubernio.
No obstante, la respuesta gubernamental fue firme y categórica. Diseñó una estrategia de desalojos en predios (Tuxtla y Berriozábal) donde los líderes del Mocri cimentaban su vertedero económico y su expansión territorial. También golpeó sus zonas de seguridad personal donde se creían intocables. Y para cerrar la pinza, detuvo a decenas de integrantes de la organización –entre ellos a uno de sus dirigentes más notables– acusados de diversos delitos derivados de la respuesta violenta en la ciudad que provocó el desalojo de la invasión en el predio aledaño al Libramiento Norte.
Hoy, el temido Mocri ha quedado inmovilizado. Luego de la reacción vandálica del 15 de marzo y de una escuálida marcha de mujeres exigiendo alto a los desalojos y liberación de los detenidos, no ha mostrado capacidad de respuesta a los operativos policiacos. La explicación puede ser que dicha organización no estaba cohesionada por un adhesivo social auténtico, por demandas genuinas arropadas con una postura político-ideológica clara, sino unida solo por la necesidad de muchos y el interés lucrativo de los líderes que habían conformado ya la denominada “industria de la protesta”.
El mensaje ha sido claro: aplicación del Estado de derecho contra las protestas vandálicas y contra las acciones ilegales disfrazadas de reclamo social. Ante el recurrente escenario caótico que presentaba Chiapas, la decisión gubernamental de enfrentar con firmeza a agrupaciones como el Mocri –que caminaba frecuentemente en el filo de la ilegalidad–, le ha redituado altos bonos de legitimidad ante los ciudadanos y ha mandado un aviso a los grupos de poder con intenciones desestabilizadoras.
Sin embargo, el fortalecimiento de esa aceptación social depende de que los operativos de desalojo se amplíen a otras regiones del estado, donde desde hace años hay reclamos de restitución de predios invadidos por otras organizaciones. Al mismo tiempo, el gobierno tendría que dar respuesta a las miles de personas de bajos recursos que necesitan un terreno donde construir una vivienda, para que esa carencia no se convierta en un problema social y en pretexto de líderes para lucrar económica y políticamente con la necesidad de los chiapanecos más pobres.