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Café para todos… Ni yo mismo sé por qué o para qué pinto: García Ocejo

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  • La última entrevista al connotado artista plástico fallecido el pasado viernes a los 90 años

 * “Escucha muy bien lo que te digo: la vejez es espantosa y pídele a Dios que no la conozcas. Es peor que la muerte”,  decía

 

Alberto Carbot

Primera parte

Toujours yo fui joven /Toujours yo fui heureux /Toujours yo fui un dandy/Toujours yo fui chic –exclama con buena pronunciación del francés, el connotado pintor veracruzano José García Ocejo, nacido el 14 de junio de 1928, en Córdoba, con más de 77 años de fecundo quehacer artístico.

De pronto cesa su parlamento y coloca el libro del cual extrajo la frase, sobre una pequeña mesita ubicada en la planta baja de su casona de la calle de Colima, en la colonia Roma, por la que lentamente se desplaza apoyado siempre del brazo de Rosita o Victoria, quienes desde hace varios años le auxilian no sólo en las tareas domésticas, sino también como afables damas de compañía.

Las dos se han habituado incluso al legendario mal genio del veterano artista, que muchas veces hace explosión sin razón aparente y forma parte distintiva del pintor aquejado en este último tramo de su vida por la sordera, pero que sólo en muy contadas ocasiones recurre a los audífonos que hace mucho tiempo los especialistas le recomendaron utilizar regularmente.

Desde que se levanta, hasta que anochece, las mujeres y en ocasiones su hijo Andrés, el menor- quienes integran la corte de El Dandy-, velan también la siesta de 2 horas que invariablemente él toma a partir de las 5 de la tarde.

En algún momento de la conversación Ocejo –como generalmente le gusta que le llamen, profiere que “de ninguna manera quiero verme como un hombre trágico, pero por los años que tengo ya estoy en abierta competencia contra la muerte, una justa en la que a corto o largo plazo, ella siempre resulta ganadora”, dice.

Más que una entrevista es una abierta y franca conversación, que atestigua el célebre actor Xavier Loyá, uno de sus más grandes amigos y a quien en 1965 pintó un monumental retrato, que ha sido exhibido en varias exposiciones retrospectivas del pintor veracruzano.

Con nosotros, Antonio Caballero, reconocido fotógrafo mexicano, autor de varias de las gráficas que ilustran este trabajo periodístico que ocupó varias páginas y fue publicado originalmente en la edición 216 de La revista de México /Gentesur, en agosto de 2017.

De hecho -como lo reconoció el propio Ocejo, con quien nos reunimos para comer otras veces más en su casa-, sería ésta entrevista su legado final.

Conversamos también durante el festejo de su 89 aniversario realizado en petit comité-, una celebración con vino espumoso, pastel, chocolate, tamales, vino tinto y churros, al que sólo fueron convocados sus hijos Mercedes y Andrés, 2 de sus nietos, el actor Xavier Loyá y el galerista Jaime Chávez. Pendiente quedó la paella programada en diciembre, a la que se sumaría Beatriz del Carmen Bazán -viuda de José Luis Cuevas, su dilecto amigo-, la cual se pospuso por el deteriorado estado de salud que finalmente le provocó la muerte, la tarde del pasado viernes.

Este es el texto de la conversación:

 

-¿Por qué se inclinó hacia la pintura?

Ni yo mismo sé por qué o para qué pinto. Mis personajes y todo cuanto les rodea, simplemente emergen de mi subconsciente sin proponérmelo, comenta el connotado creador, que también incursionó como modelo profesional.

-En alguna ocasión usted aseguró que su pintura, su obra, sus personajes emergen de su subconsciente, como una respuesta al miedo, a la vejez y a la muerte o como aceptación de ambas cosas. Eso lo escribió usted hace 21 años, cuando tenía 68. ¿En verdad sigue pensándolo así?

-¡Claro! Ya son muchos años. Acabo de cumplir 89…  Escucha muy bien lo que te digo: la vejez es espantosa y pídele a Dios que no la conozcas. Es peor que la muerte. Esta vida mía ya duró demasiado, y pienso que no debiéramos vivir tanto. ¿Qué hacemos todavía aquí? ¿A quién o a quiénes les hacemos falta? La vida nos dio poquito o mucho, como en mi caso, pero ya estuvo bien, creo que ya ha sido suficiente: se acabó. La muerte es de alguna manera un descanso, y sin más, debiera yo decir simplemente: muchas gracias, vida.

En esta etapa de su existencia, a García Ocejo -a quien familiarmente llaman por su segundo apellido, y así firma él sus obras-, hay que hablarle fuerte, sobre todo cuando tal vez por descuido o desidia no porta el auxiliar auditivo que desde hace tiempo le permite una mejor interlocución. Hoy es una de esas ocasiones, y es una rara sensación elevar el tono de la voz cuando uno se dirige a él.

Revela igualmente que ha hecho “muchos esfuerzos para bajar de peso, porque sé que no está bien. Mi sordera ha empeorado y he perdido más del 50 por ciento de mi capacidad visual; por eso a veces uso una lupa para pintar”, dice. Luego habla de las buenas y malas épocas que ha vivido en el mundo del arte “pero a pesar de mi edad y algunos problemas de salud, considero que atravieso por una muy buena racha. Antes vendía muchas de mis obras y hoy  menos, pero actualmente éstas se cotizan más caras”.

Y mientras conversamos, destina algunos segundos para darle el toque final a uno de los voluminosos cuadernillos ya empastados, con cubiertas azules, que decidió ilustrar con sus características gráficas trazadas únicamente con bolígrafos multicolores, una técnica que domina a la perfección y ocupa todo su tiempo, en este que considera el último tramo de su vida.

-Descubrí que el trazo con bolígrafo tiene posibilidades que no se conocían, que no se usaban y yo las uso. Con él se pueden hacer cosas muy padres, preciosas y mis hijos se pelean por ellas; míralas -recomienda.

Ocejo, un declarado sibarita -al que paradójicamente le encantan los tamales de la calle-, reconoce que por lo regular duerme 12 horas y come muy bien, atendido por su asistente Rosita Martínez -con más de 33 años a su servicio, quien además posee destacadas dotes como chef-, y por su hijo Andrés, el más pequeño de los cinco que procreó con su esposa Mercedes García Oramas, fallecida en 2009.

“Él ya tiene 50 años; me cuida y lo hace de forma muy cariñosa y muy bien”, puntualiza. Luego habla de sus otros hijos  -José Antonio, Mercedes, María José y Álvaro-, de quienes pondera su rectitud, constancia, inteligencia y belleza-, pero sobre todo, del significativo papel de Mercedes en su carrera.

“Era una española muy guapa y elegante, que también tenía una personalidad muy fuerte. Viajamos mucho, sobre todo a París y Nueva York, las ciudades que más me gustan y por muchos años fuimos muy felices. Debo reconocer que me dio todo, hizo mucho por mí, pero también honestamente debo admitir que acabamos de la greña, y si no se muere, la mato o me mata”, señala con picardía, para agregar después que “sin su ayuda quizá yo no hubiese obtenido el nivel de reconocimiento nacional e internacional. Era una mujer, inteligentísima que sabía introducir mi obra; poseía un talento especial para saber cuándo, dónde, cómo y en cuánto vender mis pinturas”.

 

Los primeros pasos de la familia García Ocejo

Mi papá, Víctor García, fue un emigrante español que llegó a México desde Argentina. Era extraordinariamente bien parecido. Creo que su intención era casarse con una mujer rica y entonces fue a dar a Córdoba, un pueblo de tantos, que inexplicablemente albergaba un gran número de españoles de muy buena posición económica.

Mi mamá pertenecía a ese grupo y su familia poseía una gran ferretería llamada “El candado”, propiedad de mi abuelo Pedro Ocejo y de mi tío Ramón, un gachupinazo muy guapo, de gran bigote, casado con mi tía Cándida, una andaluza guapa y muy culona.

Mi abuelo fue también director del Casino Español y banquero. Esos negocios desgraciadamente lo llevaron a la muerte, porque fue asesinado a balazos. Por esas y otras razones, la familia decidió finalmente trasladarse a México, precisamente a lo que hoy es la avenida Álvaro Obregón, antes llamada Jalisco, en la colonia Roma, donde vivían los ricos, porque ellos habían heredado, pero no tardaron muchos años para quedarse en la miseria, porque se gastaron todo.

Eso sí, mis tías eran mujeres muy elegantes. Ahí vivieron los 10 hijos de mi abuela, de los cuales mi madre Otilia fue la mayor. Mi abuela Enriqueta abrió “La cosmopolita”, una fábrica de dulces, pero no tuvo mucho éxito.

A mis padres ya les tocó casarse aquí en México, precisamente en la colonia Roma, en una iglesia que se hallaba en un domicilio particular de la Plaza Río de Janeiro. No te olvides que por esos años se vivió una dura etapa de persecución religiosa.

Pero total, luego nosotros fuimos a dar a Saltillo, una ciudad que adoré. Ahí llegué creo que a los 7 u 8 años y nos instalamos, en una buena casa. Saltillo -con todo y que era la capital de Coahuila-, no dejaba de ser un pueblo grandote, pero tenía sus casas palaciegas. Hoy es una preciosa ciudad, moderna, con muchas industrias automotrices y centros educativos.

Yo salí de allí a los 18 años, pero intermitentemente desde que llegamos a Saltillo volví varias veces a México, para visitar a mi abuela, que ya no vivía en la Roma, sino en la colonia San Rafael, pues habían empobrecido.

Desobedeciendo a mi padre -quien quería verme convertido en arquitecto, por eso del estatus que por esos años otorgaba tal actividad-, tuve oportunidad de ganarme una beca a España.

Con ligas familiares españolas de abolengo, como los Mundet y Peñaranda, llegué a vivir con mi tía Maruja, una mujer de gran solvencia económica, y allá me casé con Mercedes, a la que conocí en Madrid y provenía de una familia muy rica de Las Canarias, que continuamente viajaba a Alemania por eso del roce social.

Mi suegro era millonario y poseía una finca enorme. Yo siempre me he llevado bien con los ricos; mis parientes ricos siempre me quisieron, pero personalmente creo que, además de mi padre, fui el único pendejo de la familia que nunca supo hacer dinero.

Mi papá era muy guapo, pero como digo, muy torpe para los negocios, por lo cual -cuando desde los 15 años comencé a pintar retratos y a venderlos para tener dinero-, me dijo que yo me equivocaría terriblemente si me quería dedicar a la pintura y vivir de ella.

Más que un tonto, mi padre era muy cerrado.

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