Alberto Carbot, director de la Gentesur /La Revista de México
Mi estrecha amistad con Gabriel Vargas y su esposa, la periodista y escritora Guadalupe Appendini, me permitieron profundizar en la vida de este gran personaje. Las charlas cotidianas sirvieron de base para integrar, con su autorización, muchos de los pasajes más importantes en la vida de Gabriel Vargas, y tanto el maestro como su esposa, me incluyeron generosamente dentro del grupo familiar y reducido núcleo de amigos íntimos.
Las palabras “hijo” o “hermanito” proveniente de la inseparable y feliz pareja, siempre me enaltecieron. Las reuniones familiares y cotidianas, las apetitosas comidas —los miércoles y sábados de cada semana—, formaron parte esencial de nuestra relación.
A pesar de las múltiples tareas y compromisos que implica la edición de la revista que dirijo, siempre intenté estar presente con ellos. El gentil reclamo por mis involuntarias ausencias, fue suplido por un sucinto letrero en cartulina blanca: “Comidas miércoles y sábados”, que escrito por Lupita López y firmado personalmente por don Gabriel y Lupita, sutilmente me recomendaron colocar sobre el librero de mi escritorio.
—Hijo, ya no tendrás excusa; Carbot, ya no puedes faltar, me decían divertidos.
Durante varios años, las visitas a diversos restaurantes fueron la tónica. Eran legendarias sus incursiones en aquellos donde trataban como en casa, a la pareja y a sus acompañantes.
Lo mismo en el Belllinghausen de la Zona Rosa, El Chalet Italiano, La Góndola, El Méson de Amberes, El Taquito, El Casino Español, Loredo, Bavaria, El Focolare y El Hipódromo, del Hotel Roosevelt, al que el maestro jocosamente le llamaba el restaurante de los pobres y en el que mejor degustaba la carne tártara.
Algunas veces acudía a desayunar a pie hasta el Vips próximo a su casa, solamente para saborear un enorme plato de fruta fresca.
En casa, ya próxima la hora de la comida, sus incesantes consultas a Modesta, la entonces cocinera, eran parte de la escena cotidiana.
—¿Ya, señora Modesta? ¿A qué horas? ¿Ya estará lista la comida?
Sus insistentes apremios eran sólo una broma, una ocurrencia, pero sólo hasta que Lupita daba el visto bueno a los guisos que ella misma preparaba o dirigía, se tomaba como el momento justo de pasar a la mesa.
—Ya mi viejito, ahora sí, vamos a sentarnos —decía ella.
—¿Vieja el último! —gritaba entonces el maestro. Se desataba la algarabía como en el recreo. Era la frase acostumbrada del jefe Gabriel.
Gabriel Vargas era todo un gentlemen. Saludaba a las mujeres con un beso respetuoso en la mano. Su aspecto era pulcro; amable y caballeroso en extremo, nunca permitía que alguien osara pagar su cuenta.
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Talento, genio y caballerosidad fueron sus principales distintivos del sin duda, el caricaturista o creador de monigotes —como él mismo gusta llamarse—, más reconocido de América Latina.
A lo largo de más de 60 años de trabajo continuo, dio vida a centenares de seres de la historieta mexicana. Por sus manos desfilaron personajes tan disímbolos como Jesucristo, Sherlock Holmes, Pancho Villa, Los Armadillo, Virola y Piolita, Poncho López y Jilemón Metralla y Bomba, entre otros.
Sin embargo, su mayor éxito lo constituyó “La Familia Burrón”, considerada como el retrato sociológico más exacto de la clase media mexicana. En alguna ocasión, Alfonso Reyes aseguró que, por su trabajo, Gabriel Vargas se había hecho merecedor indiscutible de un lugar especial en las letras mexicanas
La precocidad fue uno de sus signos: en 1927 ganó un concurso de dibujo internacional infantil en Osaka, y en 1930 obtuvo una beca para estudiar dibujo en París, que no ejerció. Desde mediados de los treinta se dedicó al comic.
En 1936 publicó en la revista Jueves de Excélsior su primera historieta, Frank piernas muertas. En 1937, en la misma revista, Vargas dio a conocer su primera serie humorística, Virola y Piolita. En 1938, inició en Pepín, revista diaria de historietas, la serie Los Superlocos. También editó (escribirá y dibujará) La vida de Cristo, Sherlock Holmes, Los Chiflados, La del doce, Don Jilemón, El caballero rojo, Poncho López, Los Superlocos El gran Caperuzo, Los Chiflados, Los del Doce, Sopas de perico y su más significativa: La Familia Burrón.
Tuve el enorme privilegio de ser invitado casi permanente al refugio habitual del maestro Gabriel Vargas, un espacioso departamento que alquilaban y se ubica en el segundo piso de la calle Carlos Finlay número 5, en la colonia Cuauhtémoc —donde hoy se halla una placa que así lo atestigua—, y en el cual compartió la mayor parte de su vida al lado de su esposa.
Convivimos en largas y cotidianas reuniones en las que nos acompañaban también su hermano Ángel, su hija Graciela y Federico Serrano, el inolvidable compositor zacatecano Ernesto Juárez Frías y Monina Palafox, y al que siempre se sumaban otros familiares y amigos.
Jamás le vi molesto, distante —preocupado sí—, aunque a veces cansado, situaciones que casi siempre se diluían minutos después con alguna de las bromas que solía gastarnos con la genialidad que le caracterizaba.
Generalmente su gesto adusto escondía su bonhomía interior, que salía a flote cuando los comentarios de quienes le acompañamos hacían mella en el gusto del hombre que casi nunca sonreía, pero que llevaba entonces más de 6 décadas haciendo reír al resto de la gente.
Doña Borola, su esposo Regino y sus hijos Macuca, Regino y el pequeño Fóforo Cantarranas, son los integrantes de La Familia Burrón, una prgogenie cuyas aventuras entretuvieron a generaciones enteras y que se publicó por más de más de medio siglo, gracias a la inventiva y tenacidad de un hombre que, pese a las secuelas de la embolia que afectó su cuerpo, no cejaba en su tarea creadora, con el apoyo irrestricto de Guadalupe Appendini, quien hoy, bajo el cuidado de su sobrina Catalina Catita Appendini, se recupera en Pachuca, Hidalgo, de un accidente cerebrovascular que la afectó desde mediados del año pasado.
Con su seriedad habitual, don Gabriel aseguraba entonces: “Todo lo hago, con tal de divertir a la gente. Sólo escribo para la gente que sabe reír porque es gente feliz; la gente que no se ríe se está tragando su propia bilis, hace los lugares infelices. Mi esposa Lupita me hace relajo, porque dice que nunca me río. Y es verdad, nunca me río, pero me gusta hacer reír a los otros” —reseñaba el Maestro.
A mediados de los años 70, una embolia lo aisló temporalmente del resto del mundo, pero milagrosamente, pudo sobreponerse. No obstante, el impacto fue brutal: le provocó parálisis en su mano derecha, la otra parte de su alma, y lastimó también —aunque de forma leve—, su dicción, además de romper con una actividad creadora febril que consumía hasta 20 horas diarias de su vida, pero eso, como un portento, no le impidió a los pocos meses, seguir en su trabajo cotidiano.
“Extraño —decía entonces el Maestro—, dibujar yo mismo la revista y mis diarios paseos de 9 de la noche a 2 de la madrugada por los cafés, los teatros, las carpas, las calles y vecindades del México que tanto quiero y a los antros y sus mujeres, a donde llegaba muchas veces sólo a platicar y a observar, para alimentar mi ser y captar de cerca cómo vive el mexicano.
“Caminaba mucho por San Juan de Letrán, hoy Lázaro Cádenas; esa calle era muy alegre. Desgraciadamente, hoy son otros tiempos y la ciudad ha cambiado muchísimo, la delincuencia se ha volcado por las calles. Es otro país —comentaba con cierto dejo de amargura—, lo cual no me impide seguirla amando.
“Los textos de La Familia Burrón son enteramente míos, buenos o malos son míos, pero ya no dibujo, la mano me quedó inútil, por más que quiera ya no puedo. Antes yo la hacía totalmente, ahora le dicto a Lupita López y luego Guty, Agustín Vargas, mi sobrino, hijo de mi hermano Ricardo quien ya falleció—, hace el proyecto y después reafirmo lo que hice.
Las historietas las hago con cierta rapidez, porque no me cuesta trabajo hacer los argumentos.
“De hecho, cuando me pongo a trabajar, lo hago porque simplemente se me ocurrió algo, pero no siento algo significativo, ni por alguno de mis personajes. Muchos compañeros me dicen que de tanto dibujar un personaje, ya hasta lo sueñan, y yo no he soñado con uno solo”, comentaba.
“Nunca pensé dedicarme a monero o monigotero. Yo hacía dibujo en serio, es decir, ilustraciones, desde muy pequeño, pero pensar en ser monero, jamás. La caricatura ni por aquí me pasaba, pero después me ofrecieron un trabajo y me puse a hacer monigotes con tanto éxito, que llevo más de 60 años de hacerlos.
“De hecho, yo no había visto jamás un monigote. Al principio de mi carrera, luego de mi paso por Excélsior, trabajé con don Ignacio Herrerías en el periódico Novedades, que en ese entonces no hacía un diario, hacía la revista Mujeres y Deportes y, por ejemplo, hacía una página pequeñita de los sucesos mundiales de importancia.
“Luego don Nacho Herrerías me dijo: quiero que hagas una historieta porque están de moda las historietas. Pero don Ignacio, ¿cómo voy a hacer eso si no sé ni cómo se hace?, le respondí. Tú haz una historieta, me ordenó, y me llevó varios periódicos americanos que observé, del tipo de Walt Disney y le dije que yo no podía hacer eso.
“Le puedo hacer una historieta pero de otra índole, usted sabe que yo dibujo en serio y me sería muy difícil hacer una historieta como esto. ¡Pues búscate un tema y ya, hazla!, me comentó. Me metió en un lío que era algo superior a mis fuerzas.
“Un buen día me preguntó: ¿Y qué has pensado? Pues yo he pensado en la vida de un señor que puede tener éxito. Pensé en la vida de Cristo. No, no, eso no. ¿Cómo la vida de Cristo? Hacer proselitismo religioso está penado por la ley, nos vamos a meter en un lío enorme, me respondió. En esa época Lázaro Cárdenas era presidente de la República. No, mejor piensa otra cosa, me dijo.
“Pasaron semanas. Total que me dijo: Quiero una respuesta, ¿qué has pensado? No, no he pensado nada más que la vida de Cristo. Se quedó meditabundo y me dijo: Bueno hazla, vamos a meternos a ver qué pasa. Total que yo me metí a hacer a mi manera lo que se llamó precisamente La vida de Cristo e hice los diálogos de tal forma que todos pudieran entenderlos. Le gustó tanto al señor Herrerías y recibió tantas cartas favorables de los lectores, que se publicaba todos los jueves a doble plana.
Pero ilustrar La Vida de Cristo, que tuvo un éxito increíble, le valió visitar los separos de la policía por haber realizado esta historieta en los difíciles tiempos de la persecución religiosa.
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Gabriel Vargas quedó huérfano de padre a los 4 años. “Quizá por eso —decía—, menciono mucho a Josefina, mi madre. Yo nací en Tulancingo y cuando murió Víctor, mi padre, mi guía espiritual y material fue ella. Mi papá, fue un comerciante que viajaba a la Sierra Huasteca, a la hidalguense, a la potosina y a la veracruzana. Pero cuando mi padre murió, mi madre y mis hermanos nos fuimos a vivir a la ciudad de México. Mis hermanos mayores ayudaron a mi madre con los compromisos económicos” —señalaba al reseñarme los pasajes de su vida, con vistas a la redacción de una biografía.
Luego de su arribo a la ciudad de México, Gabriel Vargas inició sus estudios primarios en la escuela Rodulfo Menéndez, en el centro Histórico. Su vivacidad e inteligencia le permitieron saltar de primero a tercer año de primaria. Siempre ocupó los primeros lugares y demostró una gran aptitud para el dibujo que le valió el reconocimiento de compañeros y maestros y se caracterizaba por ser uno de los pequeños más traviesos del plantel, lo que ocasionaba a su madre constantes disgustos y, a él, raras crisis de conciencia.
El director de su escuela, Evaristo Ruiz, motivado por la destreza para el dibujo del pequeño Gabriel, le abrió el camino para conocer primero a el doctor Alfonso Pruneda, entonces director de Cultura del Instituto Nacional de Bellas Artes y luego al entonces secretario de Educación Pública, Alfonso Caso, quien se quedó asombrado del trabajo que el pequeño Gabriel había realizado sobre la construcción de la Catedral Metropolitana.
En 1930, para celebrar “El Día del Tráfico”, realizó en tinta china un dibujo de la avenida Juárez, perfectamente detallado y en el que se pueden contar aproximadamente más de 500 personajes. Esa oportunidad le permitió conocer también al director de Bellas Artes, Alfonso Pruneda quien, a su vez, lo presentó con Juan Olaguibel, autor de La Diana Cazadora.
Pocos días después le ofrecieron una beca para estudiar pintura y dibujo en Francia, pero esta oportunidad se truncó, en gran medida, por la difícil situación económica que enfrentaba su familia.
Sin embargo, a decir, del propio Gabriel Vargas, esto nunca le significó una frustración y don Alfonso Caso lo apoyó para ingresar a Excélsior, y de inmediato lo enviaron al departamento de dibujo. Tenía él apenas 13 años”.
La trayectoria profesional del maestro Vargas —quien ya había realizado algunas historietas cómicas para Jueves de Excélsior y Novedades—, dio un giro significativo a los 16 años, luego de que obtuvo el primer lugar en un certamen para ilustrar un cuento infantil convocado por Editorial Panamericana, en el que participaron Rafael Freyre, Alfredo Valdez y el propio Mariano Martínez. Gabriel Vargas ganó los 10 mil pesos del premio y, de paso, se le ofreció empleo con un sueldo de mil pesos a la semana en Organización García Valseca, editora de El Sol de México.
En la cadena periodística García Valseca comenzó su trabajo como historietista. Creó Los Superlocos y su famoso personaje Jilemón Metralla y Bomba. Luego vendría la más representativa: La Familia Burrón —algunas ediciones de más de 100 páginas—, y que en su mejor época logró tirajes que superaron los 500 mil ejemplares semanales.
Para su incesante labor llegó a contar con el apoyo de más de 75 dibujantes que le auxiliaban en la edición de una plana diaria publicada en la ciudad de México y en los periódicos de García Valseca en el interior de la República. También era responsable de los editoriales caricaturizados, 8 planas dominicales en el periódico Esto, un suplemento infantil y las campañas publicitarias de la cadena y del propio Excélsior.
—¿Por qué optó por la caricatura y las historietas? –le pregunté.
“Me puse a trabajar en los monigotes porque me daban más libertad económica.”, responde. Con los dibujos en serio ganaba yo menos que con los monigotes y tuve tanto éxito que me preguntaban: ¿Cuántas páginas estás haciendo? Yo respondía: 8 diarias. Pues desde mañana me hace 12. ¿Tantas? Decían que era una cosa imposible, un esfuerzo titánico. Si con esas no tenía tiempo ni para comer, pues con 12 menos. Las hice, pero para entonces tuve que buscar a mi primer ayudante, hasta que llegué a la planta enorme de 75.
“Mi escritorio estaba lleno de fotografías o artículos. Nunca lo escombraba, parecía un basurero porque ahí formaba los suplementos. Dictaba los textos y después los afinaba. Así ha sido toda mi vida. Hacía tantas cosas que me volví bueno para todo, hasta que me dio la embolia, quizá por abarcar demasiado”.
Luego de 40 años en la cadena García Valseca, Gabriel Vargas decidió fundar su propia empresa editorial. Posteriormente regresó a Ultimas Noticias de Excélsior donde publicó, durante 11 años, la popular Sopas de Perico y obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en 1983.
“Desde que me enfermé me alejé de muchas cosas y de mis amigos. Tengo amigos, pero no a todos les cuento mi vida. Es más: mucha gente cuando me ve, no sabe que estoy enfermo, porque trato de dominar las secuelas de mi enfermedad. Mis dedos se engarrotaron y hasta para firmar tengo muchas dificultades. Me tardo mucho para hacer unas cuantas letras”, decía casi apenado.
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El Maestro Gabriel Vargas relataba que La Familia Burrón surgió por una apuesta con el humorista León Ferrari —quien realizaba en México una versión de la historieta cubana Anita de Montemar— y éste le dijo que no podría crear un personaje femenino, tarea que realizó “casi a escondidas del coronel García Valseca” —dice—, y gané la apuesta de 10 mil pesos.
Inspirados en personajes de carne y hueso, don Gabriel recordó cómo nacieron los célebres Burrón que inicialmente comenzaron a formar parte del famoso Pepín, y cuyo primer número salió a la luz en 1948.
“Cuando yo era muy chamaco era muy observador. En esa época iba a jugar a la casa de un chamaquito que vivía cerca de la casa, me fijaba que había una pareja en la que la señora mandaba al señor.
“Él era un abogado, chaparrito, y su esposa trabajaba en el gobierno. En realidad era gorda, pero la hice flaca por comodidad de trazo, del dibujo. Mientras se arreglaba las pestañas y se maquillaba, sólo volteaba para ordenarle a su marido: ¡Vete por el pan y la leche, que se va hacer tarde! El pobre marido, que andaba con sus pantuflas, con su bata, le decía: Ahorita voy, pero déjame arreglarme. Y ella le respondía autoritariamente: ¡No, te me vas ahorita, luego te arreglas!
“La imagen de Regino Burrón la tomé de un peluquero que tenía su salón en la calle de Miguel Schultz, por donde yo vivía. Yo me iba a cortar ahí y me daba tentación ver que quien manejaba la maquinita, era un hombre muy instruido que no platicaba tonterías. Había estudiado ingeniería en la Universidad de México. Terminó de peluquero porque su padre murió y le dejó la peluquería, muy bonita, con varios sillones, y él no tuvo más remedio que ponerse al frente. El Rizo de oro, como yo bauticé a su peluquería, era su medio de subsistencia.
“Pero lo que me llamaba la atención era que tenía una facilidad increíble para exponer conceptos, ideas y todo, muy diferente al común de la gente. Era un hombre inteligente al que llegué a apreciar bastante, un hombre preparado”, me comentó.
¿Quiénes conformaban los personajes de La Familia Burrón que habitaba en el Callejón del Cuajo Número Ocho? De los más de 90 protagonistas, obviamente la esposa de Regino, Borola Tacuche y sus 3 hijos: Regino y Macuca y el adoptivo, Fóforo Cantarranas, quien al igual que Regino jr., el Tejocote auxilian a su papá en la peluquería El Rizo de oro. También convive con ellos el perro Wilson. Regino Burrón, es un hombre bueno y responsable, pero el eje central de la vida de esta familia sin duda es Borola, su esposa.
Habitan una vecindad con perros, pollos, macetas, gatos de azotea, circundada por billares, tendajones, panaderías, cantinas y mercados de barrio y por donde velozmente transitan los atestados camiones urbanos, las peseras, los taxis y los desvencijados automóviles de la clase media—baja mexicana. Y allí confluye este mundo urbano en el cual sobresalen los famosos policías “los azules o acólitos del diablo”, los raterillos y borrachines, estampa que aún se halla presente en nuestros días en las miles de vecindades que existen en la gran urbe.
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Los trabajos del Maestro Gabriel Vargas —su estilo de humor en el que la sabiduría del pueblo siempre está en labios de sus personajes, nunca fue procaz y siempre dejaba abierta la puerta a la imaginación del lector—, han sido objeto de estudio permanente, por su contenido sociológico en varias facultades, y cientos de estudiantes recurren a él.
“A mí me han dado grados de sociólogo y cronista de México, lo cual me asusta —me comentaba Gabriel Vargas—. Hace algún tiempo, en una serie de artículos en El Universal me citaron como uno de los 4 sociólogos más importantes en el mundo, con lo cual pegué un brinco y se me pararon los pelos, porque yo mismo no me he dado cuenta de lo que he hecho. Inclusive el estudio afirmó que si yo hubiera nacido y realizado mi vida en Estados Unidos sería uno de los dibujantes más ricos del mundo… pero sigo trabajando aquí y me da risa, porque han elaborado muchos conceptos desconocidos por mí, en torno a mi obra.
“Hoy mismo, exactamente no sabría decir que aportación le dio La Familia Burrón a las sociología mexicana. Lo único que he hecho es hablar en nombre de otras personas. Hace muchos años me visitó Oscar Lewis, autor de Antropología de la pobreza. El consideraba que gracias a mi historieta había encontrado lo que buscaba y que además yo tenía algo de sociólogo.
Le contesté “Que va, no se ande creyendo porque yo mismo no sé ni a dónde voy”
Sobre su verdadero papel en el arte y la cultura del México y su enorme e indiscutible fama, el propio Gabriel Vargas respondió:
—¿Cuál fama?… No veo por dónde. Yo no me considero famoso ni nunca lo he pretendido ser. Por principio creo que soy un mal dibujante y un peor historietista: reconozco que todo lo que hice fue producto de la improvisación… yo no estaba preparado para ello… si por ejemplo cuando era joven entonces hubiera sabido lo que iba a significar para mí La Familia Burrón, me hubiera preparado mejor, pero nadie es adivino.
El desaparecido intelectual Carlos Monsiváis se preguntó alguna vez el por qué fue tan escaso el reconocimiento a la obra de Gabriel Vargas, ciertamente uno de los creadores fundamentales de la cultura popular.
Él mismo reveló el motivo: “En la respuesta intervienen el mínimo estatus cultural del comic en nuestro medio, el desdén que se expresa en la ausencia de colecciones de La Familia Burrón en las bibliotecas públicas y las graves dificultades para examinar una obra de tales dimensiones. Además, y sobre todo, Vargas ha renovado por su cuenta el humor arraigado en la experiencia mexicana, algo que trasciende al chiste, sin caer en la pretensión nacionalista. Y la visión satírica no pretende ser un tratado de sociología” —dijo.
Quienes el día de mañana quieran trazar el perfil sociológico del México del siglo XX, necesariamente tendrán que recurrir al gran mural que constituye la obra del maestro Vargas, a fin de conocer física y espiritualmente el alma de un pueblo que está siendo sacrificado por intereses ajenos al de los mexicanos, consideran algunos de los estudiosos de la obra del más célebre monero mexicano.
En ocasiones, con gesto de pesadumbre Gabriel Vargas me comentó que en nuestro país había disminuido el gusto por la lectura y los cómics en particular, “por la sencilla razón de que la televisión tiene atrapada a la gente. Tal pareciera, dice, que ésta va acabar con todo, hasta con los periódicos.
“Ya todas las noticias te las dan digeridas y al paso que vamos, van a dejar un mundo de ineptos, de gente que esté sentada con una cerveza, frente a la tele, sin moverse, como idiotizados. Sin embargo, no dejo de reconocer también que es un invento maravilloso que quién sabe hasta dónde nos lleve. Ahí por ese camino también están el internet y las computadoras. Ojalá que no acaben con todo”.
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¿Qué espera todavía La Familia Burrón? –le pregunté en más de una vez:
“Pues morirse y que la entierren, porque seguramente que desde la tumba no seguiré haciendo muñecos y no hay quien me siga. Guty, mi propio sobrino, y los demás dibujantes me advirtieron:
—Acabando tú, ya no queremos saber nada de la revista. Además, la mano derecho la tengo inutilizada, ya no me sirve para dibujar, y a estas alturas no voy a aprender con la izquierda. Toda mi vida fui derecho, he sido derecho y así me voy a morir” —sentenció el genial historietista.
Siempre consideré que si bien el trabajo de Gabriel Vargas había sido reconocido por varias instituciones culturales y periodísticas del país, era injusto que el gobierno de la República no hubiese valorado en toda su dimensión, su significativa trayectoria y aporte a la cultura nacional.
La confianza con que me distinguieron él y su esposa Lupita —al permitirme hablar en su representación en algunos eventos formales—, me llevó a conformar un esquema para promoverlo como candidato al Premio Nacional de Ciencias y Artes 2003. Y la oportunidad se presentó al poco tiempo, durante la entrega del reconocimiento Aluxe a la Eminencia 2003, en su natal Hidalgo.
El homenaje tuvo lugar en Pachuca la noche del 2 abril de ese año en el salón Villa Gabriela. Me tocó hablar en su nombre, ante la presencia del gobernador Manuel Ángel Núñez Soto y el presidente de la empresa periodística Síntesis, Armando Prida Huerta.
Cuando intervine en el pódium, ya habían concluido los discursos de ambos personajes, y esperaban el mensaje de Gabriel Vargas.
Después de hacer un breve resumen de su trayectoria y agradecer en su nombre el emotivo homenaje, a título personal hice un llamado al gobernador Núñez Soto, para plantearle que en su carácter de máxima autoridad del gobierno hidalguense, tenía la obligación moral de encabezar la propuesta y sumar los apoyos necesarios para que a Gabriel Vargas le fuese concedido el Premio Nacional de Ciencias y Artes.
Ante mi respetuoso pero firme llamado, el gobernador retornó a la tribuna y tomó nuevamente el micrófono, para dirigirse al auditorio y señalar que aceptaba la encomienda; que personalmente encabezaría los esfuerzos y sustentaría con el apoyo de ambas instancias culturales la propuesta, para que se le considerara al maestro como candidato viable a recibir el premio.
Al término del acto, mientras nos dirigíamos hacia el vehículo, casi al oído, el maestro me dijo en tono de reprimenda amistosa, pero tal vez interiormente complacido:
—Qué bárbaro. Carbot ya ni la amuelas; en qué cosas te andas metiendo, pero gracias de todas maneras, me emocionaste chato.
El periódico Síntesis reseñó:
“El gobierno de Hidalgo ofreció todo su apoyo a la propuesta para que uno de sus hijos predilectos, el maestro Gabriel Vargas Bernal, creador de La Familia Burrón, sea acreedor del Premio Nacional de Ciencias y Artes“.
Y así fue, el gobernador cumplió. El 11 de diciembre del 2003, Gabriel Vargas recibió este galardón de manos de Vicente Fox, en una emotiva ceremonia en Los Pinos, un galardón que tanto él como su esposa Lupita Appendini, agradecieron profundamente.
Gabriel Vargas falleció el 25 de mayo de 2010, en su domicilio de la Ciudad de México.