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Albures y autoalbures: La vida es un camote, agarre su derecha (y asegúrese de su identidad nacional)

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Este 19 de junio se conmemoró el décimo aniversario luctuoso de Carlos Monsiváis.  En su memoria, Proceso evoca al escritor, cronista, ensayista y uno de los narradores más destacados en las letras del país con el presente artículo, publicado el 7 de mayo de 1984 en la edición 0392 de la revista Proceso.

¡Carajo! ¡Con una chingada! ¿En qué pinche puto momento se perdieron las cabronas distancias entre lo que se debe y no se debe decir ante el público y la gente? Al respecto –y aunque nadie lo advirtiese, como sucede con la mayoría de los actos históricos– quizá el momento de transición ocurrió hace siete u ocho años, en un reportaje de El Heraldo de México sobre un sacerdote en las Islas Marías. El respetable párroco contaba su experiencia con un preso que, antes de convertirse, llegó y lo conminó: “Mire, hijo de su chingada madre…”. Yo leía descuidadamente el periódico y, de pronto, caí en un pasmo circular. Allí frente a mis ojos, publicado en el mismísimo El Heraldo, se movía y se petrificaba la frase “Mire, hijo de su chingada madre”… Supe al instante que las groserías no habrían de retornar al closet, se extinguía su invisibilidad y su proscripción absoluta, y se iniciaba su conversión en recursos humorísticos y en bendiciones hogareñas, que sólo a voces de furia y de rencor en las riñas, desviarían brevemente de su curso entrañable. A la sacrosanta demarcación de límites de la Patria (“¡Viva México, hijos de la chingada!”) sucedió la fórmula de la ternura apenas encubierta: “¡Vivan los hijos de la chingada que hoy pueblan a México!”.

A devolver las malas palabras al redil de las buenas costumbres muchos contribuyeron, voluntaria o involuntariamente. Por ejemplo, los escritores en su revelación de vetas carismáticas: Samuel Ramos: Aun cuando el “pelado” mexicano sea completamente desgraciado, se consuela con gritar a todo el mundo que tiene “muchos huevos” (así llama a los testículos.) Lo importante es advertir que en este órgano no hace residir solamente una especie de potencia, la sexual, sino toda clase de potencia humana. (El perfil del hombre y la cultura en México.) Octavio Paz: Por contraposición a Guadalupe, que es la madre virgen, la chingada es la madre violada… Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina… Si la Chingada es una representación de la Madre Violada, no me parece forzado asociarlo a la Conquista (El laberinto de la soledad.)

Carlos Fuentes… Nacidos de la chingada, muertos en la chingada, vivos por pura chingadera: vientre y mortaja, escondidos en la chingada. Ella da la cara, ella reparte la baraja, ella se juega el albur, ella arropa la reticencia y el doble juego, ella descubre la pendencia y el valor, ella embriaga, grita, sucumbe, vive en cada lecho, preside los fastos de la amistad, del odio y del poder. Nuestra palabra. Tú y yo, miembros de esa masonería: la orden de la chingada (La muerte de Artemio Cruz.)

A las enunciaciones literarias, que rehabilitaron míticamente las “obscenidades”, las complementaron tres fenómenos: la urgencia de nuevos recursos cómicos en los mass-media, la modernización “audaz” de las costumbres y la imposibilidad de rendirle demasiado culto a las apariencias en el hacinamiento y la explosión demográfica. Así, el cine nacional usó seis pendejos y cuatro carajos siempre que el diálogo se debilitaba; la nueva generación alivianada y los drop-outs del Pedregal y Narvarte se pusieron de acuerdo y ahogaron en mentadas-de-madre las “zonas prohibidas” de habla y nadie se jodió seleccionando palabras decorosas mientras conversaba en la muchedumbre del metro

Sin extenuarse en protestas y gestos de indignación, la hipocresía social se resignó. ¿Cómo negar la existencia histórica y el papel esencial de este Vocabulario Maldito? En un plazo de cinco años, películas, obras de teatro, periódicos y revistas aceptaron la madurez auditiva y visual de sus lectores y espectadores, y lo que en principio fue provocación acabó certificando la autenticidad costumbrista. ¿Quién consideraría genuino un diálogo popular en donde los personajes exclaman “Me lleva la tostada”, “Ah qué caramba!”, “Vayáse mucho a donde vino!” o algún otro eufemismo de antes? Se prodigaron miradas compasivas hacia los novelistas de la Revolución (que condicionados por la censura social obligaban a sus personajes de decir refranes cada que se indignaban: “Antes que me fusiles, Romualdo, te digo una cosa: tendiendo el muerto y soltando el llanto”), y el colmo –la caída resonante y rechinante de la tradición– tuvo lugar en la película donde Sara García, la Abuelita del Cine Nacional, se despacha tres virtuosismos “obscenos” por parlamento.

¿Qué persona medianamente educada usará hoy “asentaderas” o “posaderas” o “donde la espalda pierde su honesto nombre”, pudiendo acudir al muy quevediano culo? Lo cabrón del caso es que no hay tantas malas palabras como se pensaba, y la vivacidad del habla depende de la intensidad, el regodeo, el uso sorprendente y compensatorio de los adjetivos (“una churrigueresca pendejada”/ “un coño milleriano”) y el ritmo de las reiteraciones. La debacle en suma, el tránsito de la metafísica transhistórica a la tipicidad, del autoapantallamiento a las señas de identidad coloquial. Y para acabarla, en todo lo anterior quizás los cambios de la moral sexual influyeron menos que la necesidad de atmósferas nacionalistas en la plática. Decir “puta madre” o “¿Cómo crees que iba a coger en ese sitio?”, equivalió a extender magueyes, cordilleras, sarapes, metates, jorongos, jarritos de tequila. Sin la Chingada, las conversaciones se oyen falsamente nacionalistas, como se ejemplifica en El Norte, la película de Gregory Nava sobre el destino migratorio de los campesinos guatemaltecos. En el film, un viejo del pueblo instruye a un indocumentado sobre la conveniencia de pasar por mexicano en México: “Sobre todo, no dejes de decir chingada para todo. Allí la usan siempre, a cada minuto”. ¿Y cómo si no, ya que de otro modo nos supondrían extranjeros?

¡Ay carambas, dijo Judas llegando hasta los otates, aparéjame las mulas y sácame los petates!

Otra fue la suerte de los albures, “el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México” (Octavio Paz.) Si ya su práctica no alcanzó el status ontológico y turístico de las Groserías fue por su plena industrialización. En 1958 publicó A. Jiménez Picardía mexicana, cuyas interminables ediciones, enmarcadas por todas suerte de recomendaciones, ratificaron las ventajas de darle formas estables al dinámico ingenio popular. Al ataque, los generales japoneses Yanomi Loto Kes, Yokero Tuchiko y Yotago Tui Jitto. El propio don Alfonso Reyes apoyó el libro de Jiménez: “Todos los mexicanos hemos soñado, en cierto momento, escribir un libro como éste, y aun dimos los primeros pasos hacia esa meta… “y, uno, en reuniones o en la calle, empezó a oír sin variaciones, los graciosísimos albures registrados en Picardía Mexicana y en Nueva Picardía Mexicana. Muy eficaces todavía, pero los mismos. La sospecha se infiltró: ¿habrá terminado ya la creatividad de un repertorio verbal del Alma Azteca?

No es lo mismo la papaya tapatía, que tía, tápate la papaya. Muy posiblemente –no en balde el prestigio de la tradición en sociedades que le rinden el tributo de su veneración alternada el trabajo del arquitecto Jiménez fue tan minucioso que incluyó las combinaciones albureras más perfectas. Repetirlas fue un homenaje cultural y elaborar nuevas una audacia. ¿Para qué esforzarse si lo recién acuñado ya no cabría en ninguno de los nichos del museo de Jiménez? No lo toques ya más, es el albur. Fue tal el éxito de Picardía mexicana que los albures no consignados allí corrieron el riesgo de parecer meras vulgaridades y la memoria fiel hizo ya institucionalmente las voces del ingenio popular.

Fue tan mujeriego el Duque de Veraguas que a los treinta y cinco años ya no PARAGUAS.

Albur y civilización, los alburemas en las codificaciones lingüísticas, alburología y paremiología. No mames que descobijas. A lo largo del siglo, el albur ha sido la escuela esotérica de iniciación a la sexualidad (los chistes de Pepito, la primera educación a domicilio) y la cultura pornográfica ambulante. Dijo el poeta de la honestidad. Mi camino es el recto/ ¿Cómo dijo? Cada vez más apreciado mitológicamente, cada vez menos elaborado sobre la marcha. Según lo muestra la prensa popular, en especial publicaciones como La Madre Matiana, de los años veinte, el albur fue táctica para burla la censura, una de las dificultades predilectas para decir sin tanto problema la verdad sexual. Ataviado de frase inocua o de arcaico, el albur fue respiradero verbal de los reprimidos sexuales (todos) y chiste ventajoso que reafirmaba de quien lo reproducía y de quien lo comprendía rápidamente. ¡La calabaza en Zacoalco crece más que en Lechería!/ ¡Ay mamá, me huele a luna, si estará cerca la mata! ¡Ay pulga, no brinques tanto que no te puedo coger!

En una sociedad absolutamente fastidiada por la sobreabundancia de moralejas y sermones, el albur fue el lado vivaz de la obscenidad, cuyo origen se depositó en la plebe (mi hipótesis es distinta: la elaboración de estos retrúecanos más bien me remite el ocio fecundo de curas lascivos, de abogados hartos de leer el Código de Procedimientos, de literatos fallidos, de médicos de provincia que quieren aprovechar en algo sus gustos literarios, de periodistas habituados al intercambio relampagueante de cantina. Estos, creo, son los maestros, aunque sean más conocidos los discípulos costeños que en los años treintas o cuarentas disputaban briosamente en las esquinas a golpes de sicalipsis.) Así es o así debió ser, y el albur fue el chiste inequívoco que para complacer a la moral dominante todos consideraron equívoco. Si quieres conservarte fuerte y sano/ cuida lo que tienes en la mano. La pornografía no llegaba al libro, la película o el teatro de burlesque se condensó, febrilmente desde luego, en los chistes y en el albur, en lo memorizable que socialmente se convertía en lo indecible.

Picardía mexicana e investigaciones aledañas (que no excluyeron tesis doctorales) cercaron sin quererlo a este territorio del desahogo. De lo que se desprende que no hay albur nuevo bajo el sol. ¿Con esa boquita comes? Resultó que lo pudibundos ancestros lo habían inventado todo o casi todo, y que los famosos “duelos de albures” eran los más de las veces contiendas mnemotécnicas. Adivina: tiene freno y no es camión/ se pone colorado sin ser vergonzoso/ carece de educación pero se levanta ante las damas. Adivina. ¿Y si resulta que el celebradísimo ingenio popular depende de la alianza de la ocurrencia y la recordación? ¿y si ya muchos albures se acercan a su sesquicentenario, aunque sea imposible averiguarlo por la ausencia de pruebas testimoniales? ¿y si el albur es un mausoleo de la cultura oral que al delatarlo Picardía mexicana, pasó de creación lingüística a repostería idiomática?

Por detrás se pide y por delante se despacha.

La freudianización de la vida cotidiana y la liberación de las costumbres contribuyen al cambio de status del albur. Cuidado: puede tratarse de un juego inconsciente con la homosexualidad; puedes descubrir las tendencias ambiguas en el humor de tus padres y abuelos; puedes confesar sin querer tu sadismo, tu masoquismo, tus traumas, tus pulsiones infantiles, tu psicodinámica retroactiva. Y al peligro de enterarte de los verdaderos motivos de tu comportamiento, se añade otro peor: saber que estás fuera de la moda, el estilo de tu hombría está fechado (“Es un macho Luis Aguilar, febrero de 1947”) y los albures que tanto alborozo te causan son consuelo del pre-moderno, de aquel que anota cuidadosamente los chistes en una libreta para que no se le olvide ninguno, del que vive todavía el erotismo represivo del siglo XIX y casi no participa de la estructura de creencia de la burguesía moderna, de quien le confía su narcisismo a la excelente reproducción de chistes ancestrales.

Por si algo faltara, el comercialismo descubrió en el albur un elemento que ahorraba tramas y desarrollos argumentales. Vi una obra (por llamarla de algún modo), El coyote inválido, que la censura no dejó que se llamara El coyote cojo, cuya estructura sólo consistía en el interminable duelo de albures. El público se reía mucho al principio y terminaba agotado, incapaz de comprender dos horas después, la delicia de vencer al adversario y encajarle el papel del homosexual pasivo, o de rebajar perennemente a la mujer. No hagan olas y con qué mano te persinas… En el cine, el subgénero de “las ficheras” y películas como Picardía mexicana, convirtieron el albur en monólogo de fluir de la conciencia, el cómico memorizaba 15 o 20 albures y los soltaba sin interrupción, emocionado con su encadenamiento de golpes bajos y trucos copulativos. Se impuso el Mexican Graffiti (“Este es el gallito inglés,/ míralo con disimulo,/ quítale el pico y los pies/ y métételo en el culo”), los investigadores lexicográficos extrajeron de las pulquerías los pocos albures aún inéditos y, ante el recitado de albures que más parecían rezos de la ganas sexuales, corrió el rumor de que no toda la obscenidad popular era divertida, que era a ratos incluso altamente tediosa.

Lo que va de ayer a etcétera. En los cincuenta, Niñón Sevilla grabó un disco de canciones “escabrosas” que se distribuyó con cautela y no se volvió a imprimir (“Los hermanos Pinzones eran unos mari… neros/ que se fueron a Calcuta a buscar algunas… playas”). Desde la década pasada abundan ostensiblemente los discos que almacenan chistes y albures, cuyas portadas, que dibujan enemigos del buen y del mal gusto, anuncian los sonoros nombres de Chef y Queli y títulos tan afortunados como Anillo vial inferior… “Que va por República de Chile, y Chile viene en sentido contrario”. Malos actores, pésimas voces, gracejos que salen de la carpa y se mueren en el camino. Pero las grabaciones venden, y se oyen en reuniones familiares y otra vez la curiosidad: ¿se ha convertido el albur en el chiste hogareño independizado de la televisión? “A doña Josefa primero la volvieron quinto normal, luego la volvieron chiquita y por último le averiaron el busto…”.

“Perdone la pregunta señorita, ¿A usted no le gustaría que le inaugurara el Anillo Interior?”

Instalado en vitrinas, transmitido como estafeta inmutable de generación en generación, viviseccionado en los cubículos, el albur todavía le falta la postrer comprobación de su anacronismo: el cuestionamiento del sexismo, que arrastra consigo, así no se formule de modo explícito, la crítica del humor machista. El fundamento del albur es la gracia de la humillación femenina y de la feminización de la tontería sexual. Si eso no divierte instantáneamente, si la cultura sexista no aporta la comicidad no necesariamente contenida en los albures, entonces la credibilidad de este “humor obsceno” se destruye, sin que intervengan mayores exámenes. Por significativa que sea la pornohilaridad del albur (a mi juicio, no mucha), la disuelven la vejación sexista, la homofobia (culto al linchamiento moral y físico de las minorías), la inferiorización exaltada de la mujer y, objeción no desdeñable, el depositar la multiplicidad de los juegos de palabras al servicio de una sola idea humorística, según la cual lo más gracioso en el mundo es sorprender sexualmente al interlocutor. Seguro, no es lo mismo apalear un techo que techar un palo, ni es lo mismo un humor sexual propio de una sociedad totalmente reprimida al humor sexual de una sociedad modestamente liberada. Alejado de su contenido folklórico, el albur, joya del tiempo libre del machismo, tiende a desmoronarse lentamente.

Y desde entonces, señor don Amadeo ya ni en la paz de los sepulcros creo.

Posdata. Lo anterior se argumenta, teniendo como paisaje el personaje “oficial” del Campeonato Mundial de Futbol en 1986, el “mexicanísimo Pique”. No obstante los argumentos en contra, me inclino por creer, considerando la probidad de la empresa Televisa, que el logotipo no contiene un albur sino, más típicamente, propaganda subliminal de Clemente Jacques, Herdez o alguna otra compañía enlatadora de chiles. Una vez más, el monopolio se aprovecha del nuevo prestigio de la cultura popular.

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