Los sepultureros dicen que entierran de seis a ocho cuerpos diarios. La administración municipal da otras cifras
Acapulco
Alfonso, de 37 años, trae una playera de mangas cortas, pantalón de mezclilla y sandalias. Con esta vestimenta, un cubrebocas sencillo, de esos azules que vendían en dos pesos en las farmacias, y unos guantes de látex, todos los días reta así la muerte en el Cementerio El Palmar, en Acapulco.
El trabajo de Poncho es rellenar de tierra y sellar con ladrillos las tumbas de los muertos por Covid-19. Tiene mucho trabajo. Tiene tres semanas que no come a sus horas y pocos espacios para descansar. Muy pocas veces suelta la pala de sus manos.
Prefiere apurarse a terminar con esta tumba porque podría llegar otra carroza, con otro muerto.
Pero tiene sed. Se detiene unos segundos, los necesarios para beber agua. Toma una botella debajo del asiento en el que a veces se sienta para recuperar fuerzas. Le da un tremendo trago hasta dejarla a la mitad. “¡Qué rica! ¡Me supo a gloria!”, exclama Poncho con satisfacción, en medio de la muerte.
Cementerio El Palmar para muertos por coronavirus
El Cementerio El Palmar está situado en la zona rural del puerto, en medio de la carretera federal México-Acapulco, lejos del paraíso de playa, sol y arena. Está justo en el kilómetro 21 de esta carretera que inicia en la salida de Ciudad de México y termina a unos metros de las aguas cálidas del Pacífico.
A este cementerio están llegando la mayoría de los muertos por la Covid-19, del municipio con más muertos por esta enfermedad en Guerrero. Las defunciones ocurridas en Acapulco a causa de esta enfermedad, según la actualización de las cifras de autoridades sanitarias en el estado hasta este martes a mediodía, es de 120, de un total de 282 en todo Guerrero.
Eso pasa por cuatro cosas. Uno: los cementerios de La Garita y Las Cruces ya no tienen espacios libres, sólo hay lugar para quienes ya pagaron por ellos hace varios años. Dos: El Palmar es el cementerio popular del puerto, es decir, a donde entierran a la gente de escasos recursos porque los derechos por una tumba cuestan menos. Tres: la administración municipal habilitó espacios específicos para muertos por la Covid-19. Cuatro: el gobierno municipal ofreció que la inhumación sería gratuita para las víctimas del SARS-CoV-02.
Se trata del cementerio menos viejo de Acapulco, pero el más ruinoso. Lo fundó el ex alcalde Alberto López Rosas, al frente de la administración en los años 2002-2005. Lo circundan predios cubiertos de vegetación seca. Todo el cementerio es una plancha de tierra suelta, con tumbas precarias y flores escasas.
En temporada de lluvias es un camino de lodo pegajoso que no deja andar a los dolientes. Tiene unas oficinas de paredes descarapeladas. Los encargados de este cementerio no proporcionan a los sepultureros los materiales suficientes y necesarios para realizar la tarea encomendada, la de enterrar a los muertos de la pandemia, denunciaron los trabajadores.
El gobierno municipal abrirá en este cementerio 300 fosas para fallecidos por la Covid-19, así que aquí llegarán todos los fallecidos de escasos recursos por esta causa, que serán la mayoría de los registrados en el puerto.
El director de Panteones del gobierno municipal, Gerardo Sánchez Meza, informó que de las 300 tumbas proyectadas para los muertos por Covid-19, por las cuales el ayuntamiento no cobrará derechos, hasta el 27 de mayo, tenía listos 70, de los cuales 15 ya se utilizaron. Al menos, esas son las cifras oficiales.
Los sepultureros, como dice casi a diario el presidente Andrés Manuel López Obrador, tienen otros datos.
De acuerdo con sus registros, en el cementerio El Palmar entierran a diario de seis a ocho muertos por coronavirus. El grupo contabilizó en sólo cuatro días, del miércoles 20 al sábado 23 de mayo, 57 entierros de muertos por coronavirus. En su opinión, esa semana fue una de las más críticas.
Lo peor: los sepultureros prevén que las inhumaciones se multipliquen hasta colapsar el cementerio con cuerpos por la Covid-19.
Enterradores en la pandemia
El trabajo de enterrador o de sepulturero de por si ofrece pocas gratificaciones. El de enterrador en la pandemia, absolutamente, ninguna. Es uno de los oficios invisibles a pesar del ritual en torno a la muerte en la cultura mexicana. La historia de una vida se sella con palas de tierra. Eso hace el enterrador, el que nadie ve, el que se queda solo con el muerto, después del llanto de los familiares.
Poncho no sella la tumba de cualquier muerto, sino la de un muerto por coronavirus. Lleva tres semanas de trabajo extenuante.
El día de la visita a El Palmar era mediodía y el cementerio ya había recibido cinco cadáveres, tres eran por Covid-19 y dos por otras enfermedades. Poncho en ese momento iba con su tercer muerto. Estaba cansado, las ropas mojadas y le escurría, una gota tras otra, sudor de la frente.
El área del panteón Covid-19 tiene asignados 10 enterradores, de los 18 que tiene todo el cementerio. Poncho es uno de esos 10 sepultureros. Para hacer este trabajo de alto riesgo usan los cubrebocas azulitos con resortes delgados, lentes transparentes y guantes. Ponchono traía lentes, sólo cubrebocas y guantes.
Estos 10 enterradores están divididos en dos equipos. La mitad tiene la tarea de recibir los cadáveres y depositarlos en la tumba, la otra mitad, a la que pertenece Poncho, la de rellanar con tierra y sellar con ladrillos.
Los enterradores denunciaron que el material que proporciona la Dirección de Panteones del ayuntamiento municipal no es suficiente para todos. La mayoría traía un overol blanco. Pero este traje es para usarse un solo día.
Poncho no traía overol ni lentes. Este día no alcanzó para él, pero tenía que hacer su trabajo.
–¿Tiene miedo? –se le preguntó a Poncho, precisamente a él porque era uno de los más desprotegidos.
–Por supuesto que tengo miedo, pongo en riesgo mi vida y la de mi familia, pero debemos de trabajar con ese miedo. No queda más, que seguir adelante –contestó rápido.
Agregó que tienen que tomar medidas de protección para disminuir los riesgos, pero sólo tienen los materiales que les proporcionan. Él, ese día, enterró tres muertos.
La carroza, el artesano, la doliente
Moisés era artesano. 30 años, de sus 50 que vivió, los dedicó a diseñar figuras y, principalmente, a defender a la gente de su gremio.
Amalia, su esposa, asegura que Moisés no sufría de una enfermedad crónica. El sábado 23 de mayo Amalia llevó a Moisés al hospital El Quemado por problemas para respirar. Ya no lo vio más, vivo. El miércoles 27 de mayo le comunicaron que había fallecido. Tampoco puede abrazarlo y estar cerca de él, muerto.
Moisés es el cuarto muerto por Covid-19 que llega al cementerio El Palmar el miércoles 27 de mayo. Amalia y un hermano de Moisés que la acompaña están tristes. Tienen los ojos enrojecidos por un llanto constante.
Están como ausentes. Aun cuando el cadáver de Moisés va dentro del ataúd, y los sepultureros lo bajan de la carroza para depositarlo en la tumba, no asimilan que está muerto.
“Es absurdo que esté muerto, no iba grave”, dice Amalia. La mujer le da el último adiós a su esposo de lejos. Sólo la acompañan el hermano de Moisés, su esposa y las hijas de ambos. Se hinca en la tierra para llorarlo. Sus sobrinas la levantan del suelo.
Dos sepultureros, los invisibles en el ritual mortuorio, se llevan el ataúd donde va Moisés, y lo depositan en la tumba. Depositado en la tierra, Amalia saca una botella de agua bendita de su bolsa, la abre, y avienta el líquido sobre la caja de madera. Trae un ramo de flores blancas, da unas a sus acompañantes, y todos las tiran sobre la caja.
Otro grupo de sepultureros está listo para rellenar con tierra la tumba. A Amalia la retiran los familiares. No pueden quedarse más tiempo. Todos se van.
El ataúd de Moisés empieza a recibir palas de tierra.
Poncho y su equipo tuvieron descanso. No habían almorzado aún. Están en otro lado. Comen rápido.
Quizá llegue otro muerto. (Con información de Pedro Andalón)