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Se sentían Dios, hoy están en el infierno: Así viven los pandilleros de El Salvador en la cárcel

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Milenio

Hasta hace unos años El Salvador era uno de los países más violentos del mundo. Ahora se ostenta como uno de los más seguros. Según su gobierno llevan 700 días sin homicidios relacionados con criminales o pandilleros.

La actividad delictiva de las pandillas mantuvo aterrorizada a la población salvadoreña por décadas, luego de la deportación desde Estados Unidos de integrantes de La Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18 —subdividida en dos grupos: ‘sureños’ y ‘revolucionarios’—, que en su país se dedicaron a reclutar jóvenes para cometer toda clase de crímenes. 

Las tres pandillas se financiaban extorsionando a vecinos, comerciantes y a todo aquel que se ganara la vida dignamente. Robaban, mataban y violaban impunemente. Los detenidos controlaban las prisiones.

¿Cuándo empezó el estado de excepción en El Salvador?
Desde marzo de 2022 está decretado el estado de excepción por el presidente Nayib Bukele. Las autoridades pueden detener a presuntos responsables, catear sus domicilios y encerrarlos a todos, sin orden judicial. Con un sólo sustento: ser pandillero es ser terrorista.

De inmediato se construyó una cárcel de máxima seguridad, con capacidad para 40 mil presidiarios: el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), el cual recibió a sus primeros reclusos el 24 de febrero de 2023.

Adentro están los líderes y miembros clave de las pandillas, sentenciados, sin contacto con el exterior. Conviven, hombro con hombro, con quienes al exterior eran sus enemigos.

Tras casi un año de haber solicitado un recorrido, la Secretaría de Prensa de la Presidencia lo confirmó. El trayecto desde la capital, San Salvador, es de una hora y media. El Cecot está en una zona serrana del municipio de Tecoluca rodeado por terrenos despoblados. A unos kilómetros de la prisión hay dos controles de revisión militar.

Por fuera se aprecia una simple estructura de concreto con puertas de metal, una construcción que parece en obra negra. Adentro, conforme se avanza filtro a filtro de seguridad es mucho más imponente.

¿Cómo es la prisión por dentro?
Cruzamos los arcos detectores de metal, mochilas, sudaderas o chamarras a la banda de rayos X; nosotros, a una cápsula que les permite ver hasta los huesos. Después, una revisión física en la que hay que retirar los zapatos y calcetines. El mismo proceso por el que pasa cada uno de los reos ingresados.

En los salones contiguos está el armamento, equipo táctico y de reacción con el que cuentan. Los custodios están respaldados por elementos de la Policía Nacional Civil y por el Ejército.

Para llegar a las celdas se atraviesa un control de seguridad adicional. Ocho módulos conforman la prisión. Son naves industriales, con techos metálicos y paredes de concreto. Ventilados en la parte superior para que siempre corra el aire: lo único que circula en libertad.

La puerta de acceso a un módulo es de acero. El corazón se acelera. Sólo el director me antecede. —“¡Buenas tardes!”, les grita. Al unísono, respondieron —“¡Buenas tardes!”. Son más de 3 mil prisioneros. Retumba su voz, como si fuera una sola. Todos fueron pandilleros. Caben hasta 100 en cada una de las 32 celdas que cuento.

No me quitan la mirada de encima. Cruzan los brazos, levantan la barbilla y aprietan la quijada. No se entiende lo que mascullan. Es imposible leer sus labios, la mayoría usa cubrebocas como medida sanitaria.

Son las 16:00 horas, algunos salen a sus consultas médicas. Se sientan frente a las enfermeras, con una mesa rectangular de por medio, al centro del módulo. Están esposados de pies y manos escoltados en todo momento. Entre ellos están los más demacrados, quienes lucen muy delgados, escuálidos. Su piel es casi transparente, amarillenta o verdosa. Llevan años sin ser tocados por el sol.

Dentro del módulo hay dos pasillos angostos, en uno están las salas de audiencia, cuartos de cuatro metros cuadrados con dos sillas y una computadora. Ése es su único contacto con el exterior cuando comparecen en sus juicios por videollamada. En el otro pasillo se encuentran las celdas de castigo, cerradas con puertas metálicas gruesas.

Adentro, una plancha de concreto para dormir, una letrina y un lavabo. Completamente oscuras, sólo un agujero circular en el techo permite el pequeño paso de un destello de luz. Ahí pueden permanecer hasta 15 días. En dos años nunca se han utilizado, nadie las ha querido estrenar.

Cuando anochece les dan la cena. Menú único, perpetuo: arroz, frijoles, tres tortillas de maíz y algo de beber. Los topers se los dejan al exterior de la celda. Los meten y toman uno por uno. A falta de cubiertos, comen con las manos, sentados, sobre el mismo lugar en el que duermen.

Antes de la hora de dormir… revisión sorpresa. Custodios y granaderos ingresan al módulo, quienes piden a los internos colocarse sentados y viendo hacia la pared. Dos celdas son vaciadas. Salen uno a uno, corriendo, sin playera, con las manos sobre la nuca y agachados.

El trance es muy intenso. De espaldas a los custodios, éstos los esposan de manos, sacuden sus shorts y les ordenan mostrar que no tienen nada en la boca. Están mezclados los integrantes de las tres pandillas enemigas. Sus tatuajes están expuestos y así, ellos, entre ellos, también.

Al concluir la revisión y reportarse ‘todo en orden’, regresan con los custodios, les retiran las esposas y reingresan a sus celdas, manos tras la nuca, agachados y corriendo. Pasan a centímetros de distancia, sin voltear a verme. «Están completamente sometidos», apunta el director.

Regresamos a las 22:30 horas. Cuando deben estar dormidos o al menos recostados sobre esas planchas metálicas, sin colchón ni colchoneta. Están cubiertos con una sábana blanca. La imagen es la de una morgue saturada con cuerpos inertes. Ahí adentro, ciertamente, no tienen vida, pero quieren seguir respirando.

La luz jamás se apaga. Algunos cubren sus ojos con toallas, gorros y hasta con el cubrebocas. Los que se levantan al baño utilizan alguna de las dos letrinas apostadas al frente de su celda, en el piso, y vuelven a acostarse. El olor del encierro se entremezcla con el de la orina y el excremento.

Reglas estrictas del penal
Para verlos despertar hay que estar listo a las 03:30 horas. A las 04:00 los internos tienen que levantarse y asearse dentro de las celdas. Resuenan las cubetadas de agua en todo el módulo. Se enjabonan y enjuagan. 

Algunos con un bóxer blanco, otros completamente desnudos. Es su momento más vulnerable. Se sienten observados, pero no se intimidan. Se muestran como personas limpias, apunten lo que apunten sus expedientes.

El director no da cabida a la menor piedad. Todos, puntualiza, cometieron crímenes atroces: homicidios de albañiles, de militares, de una atleta salvadoreña. Sentenciados desde 30 a más de 200 años de cárcel. «Se sentían Dios. Decidían quién vivía y quién moría”. Hoy están en el infierno.

Interno cuenta como entró a la Mara
Es difícil observarlos de frente. Su mirada intimida. Incluso causa vergüenza verlos. Acaso se siente condescendencia por los más jóvenes. Entrevisto a un interno. Tiene 41 años, lleva 20 detenidos y está sentenciado a 100. Entró a la Mara en 2003 como venganza por algo que Barrio 18 le hizo a su madre. Dice que se arrepiente y que aunque en el día se vea fuerte, por las noches, recostado, llora.

Por su peligrosidad no salen de sus celdas más que 30 minutos al día para actividades físicas y de reflexión. Siempre custodiados. Ése, nuestro último momento con ellos. Están sentados frente a su instructor. Se ven arrepentidos unos, motivados otros. Los que olvidan que en su calidad de terroristas, nunca saldrán.

Edgardo Amaya, salvadoreño experto en seguridad, reconoce la disminución de la violencia. En entrevista advierte que el trato en el Cecot no es la constante en el resto de prisiones de El Salvador, «donde aún hay hacinamiento e inocentes detenidos». Familias no saben dónde están sus hijos y a diario se reportan desaparecidos.

Barrios y lugares emblemáticos de El Salvador han sido recuperados para la ciudadanía. Lo confirmo al recorrer el Centro Histórico de San Salvador. Hoy es un atractivo turístico y de paseo para los mismos salvadoreños.

Los ciudadanos saben que el estado de excepción significa un riesgo, pero prefieren sortearlo —deseando que ni ellos ni sus familiares sean detenidos arbitrariamente— a volver a vivir con aquel horror, el de hace unos años.

Las tres noches siguientes, ellos siguen sin quitarme la mirada de encima y yo los sigo viendo. En una pesadilla, de la que una y otra vez, despierto. Ellos no.

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