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40 años de El Mozote, la masacre en la que la Fuerza Armada de El Salvador asesinó a mil civiles desarmados (y que continúa en la impunidad)

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RT

Se cumplen 40 años de la que ha pasado a la historia como la masacre de El Mozote, ejecutada por el Batallón Atlacatl de la Fuerza Armada de El Salvador en distintas poblaciones de los municipios de Meanguera y Arambala, departamento de Morazán. Del millar de personas masacradas por los soldados, 408 eran bebés y niños y niñas abajo de los 10 años de edad, incluidos 17 no nacidos, asesinados en las panzas de sus madres.

Amadeo Martínez perdió a tres hermanos el 11 de diciembre de 1981: María de Jesús, de 7 años de edad; Teodorito, de 5 años; y Rafael, de 4. También asesinaron a su madre: María Inés Martínez, de 33 años.

Nacido el 31 de marzo de 1972, a Amadeo le faltaban poco más de tres meses para cumplir 10. Otro niño. Es un sobreviviente de El Mozote porque él y su otro hermano –José Enemesio, un año mayor– se enmontañaron a iniciativa del padre, José Santos Sánchez, quien había escuchado por la radio que la Fuerza Armada realizaría un operativo antiguerrillero.

«Mi padre, mi hermano y yo estábamos en medio del Ejército, con la diferencia de que estábamos escondidos», dice Amadeo Martínez a RT, a sus 49 años ya, en la entrada de su modesta vivienda ubicada en La Joya, un cantón de Meanguera en el que el Atlacatl mató a su familia y a otros 150 vecinos.

A mi papá le tocó ver los cuerpos porque enterró a varios; los pedazos que habían sobrado en algunos casos, porque los cerdos, los perros y los zopes se los estaban comiendo ya.
«Mi mamá no quiso irse con nosotros al magueyal y prefirió quedarse con mis tres hermanitos en la casa de don Jacinto Sánchez, un anciano respetado del caserío que las dejó quedarse, con otras mujeres y niños», recuerda Amadeo. «Pero a todos los asesinaron», dice.

Cantón La Joya, caserío Ranchería, caserío Los Toriles, caserío Jocote Amarillo, cantón Cerro Pando, cerro Ortiz y, por supuesto, el caserío El Mozote, donde se hallaron la mitad de las osamentas, y cuyo nombre sirvió para bautizar el conjunto de masacres que la Fuerza Armada perpetró los días 10, 11, 12 y 13 de diciembre.

La palabra exterminio no es exageración ni licencia literaria. El operativo militar, bautizado para mayor sorna como ‘Rescate de Morazán’, se vendió como una estrategia para neutralizar los campamentos que había establecido en la zona el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), una de las cinco agrupaciones que integraron la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN).

Apoyados por artillería y aviación, se estima que entre 1.000 y 2.000 militares participaron en el operativo antiinsurgente, en un territorio agreste de apenas 25 kilómetros cuadrados. El rol protagónico lo asumió el Batallón Atlacatl, una unidad élite creada ese mismo año, equipada, financiada y asesorada por el gobierno estadounidense, cuya presidente era el republicano Ronald Reagan.

Unos 200 guerrilleros del ERP, sin embargo, rompieron el cerco militar y escaparon la madrugada del 10 de diciembre sin apenas sufrir bajas. Incluso lograron llevarse hasta la costa el equipo técnico con el que se emitía Radio Venceremos, el órgano de expresión del ERP durante toda la guerra civil salvadoreña, conflicto que inició en marzo de 1980 con el asesinato del arzobispo Óscar Arnulfo Romero y se prolongó hasta el 16 de enero de 1992, cuando se firmaron los acuerdos de paz.

Cuando la Fuerza Armada se apoderó del sector, la población civil que quedaba estaba compuesta mayoritariamente por ancianos, mujeres y, sobre todo, niños y niñas. Desarmados, por supuesto. Muchos ni siquiera eran simpatizantes de la guerrilla.

Aun así, el Ejército optó por llevar hasta las últimas consecuencias los conceptos de ‘tierra arrasada’ y ‘quitarle el agua al pez’, y se procedió al exterminio: mujeres violadas y asesinadas, adolescentes torturados, ancianos mutilados, bebés acuchillados, viviendas quemadas.

De las 988 víctimas mortales incluidas hasta el momento en el Registro Único de Víctimas de El Mozote, el 51 % de los muertos no había cumplido siquiera los 14 años. Y el 15 % de los exterminados tenían 60 años o más, incluida Simeona Vigil, una anciana de 93 años.

Sobrevivieron sólo los que se escondieron en cuevas y cultivos, como Amadeo, su padre y su hermano. A los cuatro o cinco días, cuando vieron que el vaivén de militares había cesado, fueron a la casa de don Jacinto, para comprobar que sólo quedaban cadáveres, moscas, zopilotes, cuches comiendo carne humana y un hedor que Amadeo aún no olvida. Quedaba El Mozote.

Los soldados sacaron a mi padre de la casa a culatazos, lo arrastraron del pelo, lo terminaron de matar arriba, en el campo, y lo tiraron en un barranco, junto a un árbol.
El padre, José Santos, reconoció los cuerpos de su esposa, sus tres hijos, y de otros familiares, y los enterró en una fosa séptica que acababa de abrir en su casa, y que aún no se estaba usando. Luego, los tres volvieron a enmontañarse, junto a algunos sobrevivientes con historias similares de luto y desdicha.

Otras historias de sobrevivencia
Santos Vito Mejía, hoy una señora de 75 años, también es una sobreviviente de la masacre de El Mozote, pero por circunstancias diferentes. Nacida en 1946 en Meanguera, a mediados de los sesenta dejó el cantón La Joya y se fue a probar suerte en la capital.

«Cuando ocurrió la masacre, yo trabajaba como doméstica en una casa del reparto Guadalupe, en Soyapango [una ciudad del área metropolitana de San Salvador], y mis patrones no me dejaron ir a Morazán», dice Santos. Haberse alejado de su familia, paradójicamente, le salvó la vida.

No fue hasta que regresó a La Joya, finalizada ya la guerra civil, más de una década después de la masacre, que supo que casi todos los integrantes de su familia habían sido asesinados por el Batallón Atlacatl.

Que José Cruz Vigil, de 67 años en la actualidad y vicepresidente de la Asociación Promotora de Derechos Humanos de Víctimas del Mozote (APDHEM), esté vivo también responde a que no se encontraba en el caserío Jocote Amarillo –donde nació y se crió– cuando la Fuerza Armada irrumpió el 13 de diciembre.

Cruz Vigil se había incorporado en el ERP en 1979, dos años antes. Era parte del grupo que estaba acampado en La Guacamaya y que logró escapar tras romper el cerco que la Fuerza Armada les puso. «Yo por estar en la guerrilla sobreviví; si no, muerto estaría», dice.

La prioridad para el ERP fue esconderse, escapar, evitar choques directos con el Ejército, muy superior en efectivos y en armamento. Lo consiguieron, en líneas generales. De hecho, las primeras noticias sobre las masacres en El Mozote y alrededores no llegaron a oídos de la comandancia del ERP hasta el 17 de diciembre.

Cruz Vigil supo del exterminio cuando estaba en El Zapotal, municipio de Joateca, a unos 10 kilómetros en línea recta desde El Mozote. De inmediato pidió permiso para regresar por veredas para saber qué había sucedido con su familia, y se lo concedieron, con la condición de que no llevara fusil.

Caminó, hizo noche con un grupo de enmontañados que halló en La Joya, y le confirmaron que su papá también había sobrevivido por escapar del caserío Jocote Amarillo antes de que llegaran los soldados. A la mañana siguiente fue a buscarlo.

Nosotros estábamos de acuerdo en que el Estado pidiera perdón, pero queríamos que lo hicieran los militares, no el presidente.
«Cuando nos vimos, nos abrazamos y lloramos», dice. Luego, el listado de familiares asesinados: los dos hermanos mayores, dos tíos, una cuñada y nueve sobrinos, en el círculo más cercano, y unos 40 familiares más lejanos. «Mi mamá había muerto unos meses antes», dice resignado.

Las que cuentan los sobrevivientes de El Mozote son todas historias de una crudeza difícil de digerir. Una masacre de un millar de civiles desarmados –niños en su mayoría– ejecutada en la década de los ochenta por la unidad élite de un ejército regular, unidad armada, adiestrada y financiada por el gobierno de Estados Unidos.

Algo así tenía que negarse, esconderse, y eso es precisamente lo que pasó. Los gobiernos de El Salvador y Estados Unidos negaron la masacre con tanto ímpetu que aún hoy hay salvadoreños que creen que nunca ocurrió, o que fue un combate, o que las masacres las perpetraron los guerrilleros.

Y el encubrimiento fue el caldo de cultivo idóneo para la impunidad. Cuatro décadas después, no hay ni una sola persona condenada por lo ocurrido en El Mozote.

«El papel de la administración Reagan fue clave –dice Carlos Henríquez Consalvi–, porque trató de borrar la masacre de la historia».

De 74 años en la actualidad, Consalvi era en diciembre de 1981 la voz de Radio Venceremos, la radio del ERP. «Yo me sentía un periodista», dice. Él es de los que tuvo que escapar de La Guacamaya por el operativo de la Fuerza Armada.

A la guerrilla no le costó reagruparse, contraatacar y recuperar los territorios perdidos. Para el 30 de diciembre Consalvi consiguió ingresar en el caserío El Mozote y documentar la masacre con fotografías, anotaciones y entrevistas a sobrevivientes. Todo se transmitió por Radio Venceremos, pero con escasa receptividad.

«Cuando dijimos mil personas asesinadas, mucha gente pensó: eso es invento de la insurgencia, porque justo en esos días en el Congreso de Estados Unidos se estaba discutiendo si seguían apoyando militarmente a El Salvador», dice Consalvi. «Acordate que la Fuerza Armada decía de nosotros que éramos Radio Mentiremos», agrega.

La comandancia del ERP juzgó prioritario que periodistas independientes registraran la masacre, y permitió que dos periodistas del diario The New York Times (Raymond Bonner y Susan Meiselas) y una del The Washington Post (Alma Guillermoprieto) ingresaran desde Honduras y reportearan durante casi dos semanas en los territorios bajo control guerrillero en Morazán, incluido el caserío El Mozote, donde entrevistaron a sobrevivientes.

Ambos reportajes se publicaron el mismo día, el 27 de enero de 1982. Y causaron cierto revuelo. Pero la administración Reagan se desvivió por desacreditar los trabajos periodísticos, tachándolos como propaganda efemelenista, y puede decirse que lo consiguió. The New York Times, por ejemplo, apartó a Bonner de su rol como periodista especializado en América Central y lo reubicó a la sección local de negocios.

En el gobierno estadounidense, dice Consalvi, hay dos altos funcionarios que sobresalieron como negacionistas de la masacre de El Mozote y, por extensión, del trabajo de Bonner, Meiselas y Guillermoprieto. Son Elliott Abrams y Thomas Enders, figuras clave en el Departamento de Estado del primer gobierno de Ronald Reagan.

En marzo de 1993, más de un año después de haber finalizado la guerra civil en El Salvador, Thomas Enders firmó un artículo de opinión en The Washington Post en el que admitía que la masacre sí había ocurrido –algo que negó ante el Congreso en 1982– y que la ejecutó la Fuerza Armada de El Salvador. «I was wrong», admitió. Pero el daño ya estaba hecho.

Transcurridos 40 años, la palabra impunidad sigue asociada a las masacres que el Batallón Atlacatl realizó en El Mozote y lugares aledaños en los días 10, 11, 12 y 13 de diciembre de 1981. Y cada año que pasa, por pura ley de vida, quedan menos víctimas a las que se les pueda hacer justicia, y menos victimarios a los que condenar.

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